Los lapsus de memoria, con sus lapsos de Espacio-Tiempo, funcionan como un complejo agujero a través del cual entidades de un inframundo se filtran, se precipitan sobre nuestro mundo. Los lapsus de memoria son los instrumentos de su Retorno
Reza Negarestani, Ciclonopedia.
Entre compases de conjuntos de cuerda y aires triunfales circulan en un vídeo de Youtube carruseles de imágenes de liturgias católicas, cruces en alto y coros infantiles. Una estampa que se repite durante toda esta semana por cualquier punto de la geografía española con diferente intensidad y fervor. Sin embargo, las imágenes de dron con las que abre el vídeo propagandístico dejan claro desde el primer momento que este es un lugar singular para una procesión. Frente al tejido urbano, caótico y variado, que atraviesa cada paso, cada papón y penitente, con sus pavimentos asfaltados o empedrados, aquí la liturgia discurre dentro de una arquitectura singular. Los vuelos de dron, a más de doscientos metros de altitud prácticamente rozando el punto más alto del conjunto, lo dejan claro. Pero, por si este gesto audiovisual no resultaba suficientemente claro, un eslogan aparece en medio de pantalla superpuesto al discurrir de imágenes: “Un año más celebramos la Semana Santa, celebramos la muerte en la cruz bajo la cruz más grande del mundo”. La pretendida solemnidad de una arquitectura monumental, piedra angular del nacionalcatolicismo franquista y ecos falangistas, convertida por eslogan en una atracción turística propia del libro Guinness y digna de un episodio de Megaestructuras Franquistas.
Mientras tanto, con otra temporalidad que no es la católica, sino que está sometida a los ciclos variables electorales de un estado ya democrático, surge periódicamente una pregunta colectiva: ¿Qué hacer con esta arquitectura incómoda? ¿Es acaso posible una resignificación que revierta su condición de lugar de peregrinación de nostálgicos de la dictadura y la convierta en un espacio de memoria? Las soluciones propuestas han sido muchas, desde las judicializadas llamadas a su detonación —bien sea un cómico contemporáneo o un comando del GRAPO—, la programación de su ruina y deterioro e incluso a su vandalización por parte de artistas.
Desde la entrada del gobierno progresista se han sucedido una serie de actuaciones capaces de introducir otras temporalidades ajenas a las del diseño de la arquitectura llevadas a cabo por comisiones de diferentes áreas disciplinares. La operación arquitectónica pasaba al escrutinio científico de otros profesionales, proyectando luz allí donde la arquitectura había querido permanecer en sombra. Una de las primeras fue la temporalidad histórica de la toponimia previa a la ejecución del proyecto, restituyendo el topónimo original de Valle de Cuelgamuros. Otra temporalidad mucho más concreta, de apenas una década, con los tiempos de vida y construcción del conjunto monumental, a través de un ejercicio de arqueología contemporánea que visibilizó los espacios y condiciones de trabajadores y familiares hacinados en chabolas entre bolos graníticos1. O, de las más mediáticas y polémicas, la exhumación de restos anónimos que, a la fuerza, habían sido desplazados allí para dotar de sentido al diseño de la arquitectura. De alguna manera, estas actuaciones colapsaban en un mismo instante tiempos y espacios muy diferentes que habían permanecido, hasta la fecha, excluidos del ejercicio de memoria colectiva. Al decodificar la realidad ambiental del Valle de Cuelgamuros, desde el interior de la montaña al entorno natural, se hacía espacio un trauma nacional encarnado en los muros de su arquitectura. Se ponían palabras, se señalaban huellas y se arrojaba luz sobre algo que, como país, había sido dictatorial y democráticamente reprimido. La temporalidad atemporal del Valle2 sostenida sobre la violencia de su diseño, así como su voluntad de permanencia, se resquebrajaba al introducir otros tiempos en la ecuación y florecía una arquitectura en modo menor3 reconocida a través de trazas materiales y protocolos burocráticos frente a un exaltado y nostálgico estado profundo.
En una de estas iteraciones, la más reciente, se ha decidido volver el foco a la arquitectura, no la de tiempo presente, carcomida por las infiltraciones y humedades, con desprendimientos continuos de su ya malogrado hormigón —hito técnico de una época donde dada su escasez este era considerado un recurso estratégico nacional—. Lo que, por diseño de Pedro Muguruza y Diego Méndez de la mano del dictador Francisco Franco, había generado una arquitectura pensada para un imperio atemporal, por diseño había de solucionarse y convertirlo en un espacio de memoria democrática. Un concurso internacional que convoque a los mejores estudios de arquitectura con un enfoque multidisciplinar para, por diseño, resignificar la cruz más grande del mundo. Lo que por diseño mata, por diseño muere ¿Qué puede salir mal de esta audaz y ansiada decisión?
Al compartir los códigos de diseño en su enunciación, es difícil creer en una resignificación total donde la basílica católica siga en funcionamiento, custodiada por la misma orden religiosa que hasta la fecha guardaba el sepulcro del dictador. De alguna manera se plantea que, al introducir una nueva pieza arquitectónica al conjunto, esta va a tener la potencia capaz de anular todas las capas de significado y violencia encarnadas en los muros del resto de ellas —como si el teleférico instalado a posteriori anulase toda la carga del conjunto convirtiendo el valle en una despolitizada atracción turística—. Sin duda, es el movimiento más avanzado al respecto en el medio siglo de historia desde que se enterró allí el cadáver de Francisco Franco, pero tal vez haya que tener cautela con la capacidad de la arquitectura como herramienta absoluta de resignificación.
Si los tiempos de la memoria fuesen lineales, esta hipótesis sería perfectamente válida, pero si algo nos enseña la idea del trauma es que los tiempos y espacios colapsan de una manera desordenada en un único punto, desechando esta idea de linealidad. Y, como nos señala Negarestani: “Los lapsus de memoria se aprovechan de la explotación del tiempo que está fuera de las progresiones cronológicas. Los agujeros en la memoria introducen lapsos, túneles discontinuos y espacios porosos en la esfera cronológica de la memoria”4. ¿Qué nos hace ser optimistas y pensar que, esta vez sí, un diseño arquitectónico va a ser suficiente para, por sí mismo, alterar el balance de fuerzas de una arquitectura que explícita e implícitamente se ha negado —por sus formas, por su materialidad, por sus alianzas políticas— a ser resignificada? Continúa con su reflexión el pensador iraní: “La incapacidad para recordar acompaña a menudo a los síntomas paralíticos de los agujeros de la memoria; en este caso, el sujeto es incapaz de acceder a la memoria. Si estos causan tales problemas de accesibilidad, es porque han sido específicamente diseñados para su acceso desde el otro lado”.5
En un idílico tiempo moderno, ordenado y cronológico, la memoria se construiría por sedimentos bien diferenciados donde cada acción tuviese un registro apilado sobre el anterior. Sin embargo, el tiempo presente no funciona así, excava agujeros entre puntos aparentemente distantes, invocándolos al presente o al futuro, conectándolos irremediablemente y haciendo retornar espectros del pasado. Para evitar y prevenir, precisamente, estos lapsus de memoria, lo mejor es ejercitarla ampliando las formas espaciales más allá del edificio construido que ayuden a verbalizar y arrojar luz sobre todo lo que allí ha ocurrido, contenido en el interior pétreo del valle.