Fotograma de La Maison en petit cubes
A veces, una imagen nos golpea inesperadamente. Nos ha pillado desprevenidos, entretenidos en otras cosas, en la vida misma, el presente y el futuro. La cabeza ocupadísima, equipada con unos ojos que miran hacia delante y que difícilmente pueden mirar hacia atrás. Por eso, no nos lo vemos venir: el azote de un recuerdo.
A veces, es un olor en el aire; otras es una imagen que transporta, algunas, un objeto. A veces, es la simple mirada perdida, que nos hace abrir las puertas del lugar de la memoria. Sin que nos lo esperemos, sin que hubiésemos reparado en esa caja cerrada.
Todos los recuerdos que atesoramos se alimentan de lugares y personas. Personas y lugares, sin duda. Si bien, como todo en la vida, los hay fugaces, efímeros, de paso, nos arraigarán dentro aquellos que han construido con nosotros el espacio de la intimidad. El hogar, el lugar donde nuestro pensamiento habita, será una gran caja, al igual que nuestra memoria estará alicatada de fragmentos del hogar. La casa es una caja.
No es nuevo para vosotros que esta temática es una de mis obsesiones, y que todas las metáforas enredadas en ella son palpables, dentro de lo intangible de su planteamiento. No es de extrañar, por eso, que cuando me topé inesperadamente con el corto japonés “la maison en petit cubes”, de Kunio Katō, me emocionase profundamente. Os recomiendo que dejéis de leer y os dediquéis 10 minutos a disfrutarlo. Si queréis, podéis regresar después y continuar por aquí.
Este microfilm de animación nos dibuja un lugar de fantasía, un pueblo compuesto por viviendas que crecen verticalmente conforme las aguas suben; conforme las aguas anegan. Con el agua al cuello, sólo la perseverancia mantiene vivo el lugar, edificando, con tesón, muros sobre los muros, hogares cada vez más estrechos, donde sólo lo más importante se llevará en cada nueva mudanza. Solo lo fundamental permanece. Quien no lo aguanta más, se marcha; únicamente los viejos se quedan, atados a su hogar, vinculados a sus recuerdos.
Este escenario ya alberga grandes metáforas: cómo el paso del tiempo, y el olvido, son como una marea que va sumergiendo nuestra vida pasada, cómo con la vejez es un proceso de reducción a lo esencial. Sin tristeza, con paz, porque las vivencias son tan recias como los muros del hogar.
El protagonista es un anciano que vive solo, en la torre-casa que comenzó a construir de joven junto a su esposa. Por un golpe, una evocación (su pipa se cae por la trampilla que conecta con la vivienda inferior, ya inundada, y se ve obligado a ir a buscarla), comienza un recorrido hacia las profundidades del hogar, hacia lo más hondo de la casa del recuerdo. Trampilla a trampilla, cada época es una caja que abrir; así, “buceando en la memoria”, revive ésta.
La memoria son así los cimientos y los muros que sustentan su vida. Mantiene ésta viva en forma de recuerdos, y de objetos que le atan a ese mundo del pensamiento; el hogar se alza como faros que asoman en un mundo arrasado, que iluminan y ofrecen un lugar entrañable, una puerta abierta, un cobijo en un mundo que desaparece. No se puede sobrevivir bajo las aguas del pasado, pero no es posible vivir sin el sostén que representa la casa del recuerdo.