LA FIRMA (II)
En un artículo anterior proponíamos la duda de si ciertas obras solo se aprecian por ser de quien son, y sospechábamos que de no llevar la firma de un autor ilustre habrían pasado totalmente desapercibidas o despreciadas.
Como el asunto tiene cierto morbo, algunos lectores me pidieron más ejemplos y otros me propusieron algunos, y la verdad es que esto puede ser un no parar.
Antes hay que decir dos cosas: La primera es de Julio Cano Lasso, a quien he leído que un buen arquitecto puede hacer algunos malos proyectos, pero un mal arquitecto nunca hará ni uno bueno. Y eso es cierto. Un proyecto puede salir mal por muchas razones: un mal planteamiento, una caída de tensión del arquitecto, una falta de atención a algún detalle, una comodidad, un poco de pereza o de descuido… y también por algunas no imputables al arquitecto. Pero, un buen proyecto no sale de chiripa. Nunca. Es todo tan difícil… Y por lo tanto, siempre deberíamos mantener en nuestro aprecio la buena consideración que nos merece cada arquitecto por sus mejores proyectos.
Y la segunda es que, por otra parte, hay que intentar mantener el espíritu siempre crítico e independiente, y si un arquitecto a quien admiramos hace una obra que no nos termina de gustar no debemos engañarnos a nosotros mismos ni intentar disimular, sino mirarla inquisitivamente, buscando y descubriendo.
Por lo tanto, una vez declarado mi respeto y mi admiración por los autores, pero también mi crítica a alguna de sus obras, os propongo que hagáis lo mismo y que me contradigáis en alguno de los ejemplos que siguen (o en todos), que me apoyéis en otros (o en ninguno) y que dejéis comentarios proponiendo más. Al final, hasta podríamos hacer un ranking de proyectos que no están a la altura de arquitectos que consideramos grandes.
Pienso, por ejemplo, en el proyecto de Adolf Loos para el concurso del Chicago Tribune. ¿De verdad es eso de recibo? ¿De verdad tiene eso algo que ver con Adolf Loos? Ya no se trata de que sea malo (que lo es), sino de que no tenemos ni la menor idea de a qué vino eso.
Oscar Niemeyer en Avilés era un hombre muy mayor que disfrutó haciendo un esquema sin pensar, sin medir, sin valorar, sin proporcionar, sin ajustar, sin nada. Un pre-esquema. Un divertimento. Y así quedó. Luego una serie de técnicos lo hicieron viable, pero el talento creador se quedó en una tonta caricatura.
El gran Sáenz de Oíza nos dejó cariacontecidos con unas cuantas obras. Era un hombre tan extremo y tan apasionado que cuando lo hacía mal lo hacía muy muy mal. Pienso por ejemplo en la Casa Fabriciano.
Igualmente las últimas obras de Moshe Safdie, de Kevin Roche y de muchos otros, realizadas por grandes oficinas ya sin carácter y entregadas a la comercialidad con toques chispeantes y excitantes patinan a menudo en el kitsch más descarado.
¿Seguimos?1