Leo recientemente en distintos manifiestos la “necesidad de poner en valor la profesión del arquitecto”, la urgencia por “hacer campañas públicas de información sobre nuestro trabajo” por parte de agrupaciones y colectivos de arquitectos con ímpetu renovador. Me extraña y me inquieta esta emergencia por tener que explicar a los usuarios de nuestras obras la necesidad o la aplicación de las mismas. Si tan desprestigiado está nuestro nombre y nuestra ocupación, ¿Por qué no centrarse en resolver la causa de esa desafección? ¿Por qué no proponer soluciones a los nuevos problemas urbanos, domésticos y espaciales (que es lo que se nos ha enseñado a hacer)? ¿Por qué exigir a la sociedad un reconocimiento caduco?
Nuestro mundo ha sufrido enormes cambios sociológicos en pocos años. Las ciudades se han transformado presas de la gentrificación, el turismo, la especulación… Las viviendas acogen a más tipos de familias, o no acogen a ninguna. Los barrios se zonifican, se alejan de la actividad laboral, se encadenan a autopistas y circunvalaciones que conectan el día y la noche. La vivienda se distancia del vividor, se estandariza y copia, para producir clones inadaptados, resignados a los vaivenes del mercado inmobiliario. ¿Y qué respuestas dan los arquitectos?
No veo demasiado interés (excepto honrosas excepciones) en manipular el espacio urbano para suplir las carencias del actual espacio doméstico, para impulsar el desarrollo sociológico de las ciudades, su comportamiento y funcionamiento mixto y heterogéneo. No hay una urgencia semejante por resolver los serios problemas de movilidad, contaminación y producción de las redes y tejidos metropolitanos. No se persigue la reactivación y remodelación de zonas estancadas, potenciadoras de actividad o conectoras entre suburbios.
Necesitamos, eso sí, un inmediato y solemne reconocimiento por nuestra labor como persistentes agentes del engranaje especulativo. Proyectando parques de viviendas sin habitantes, con fondos de inversión como dueños. Desechando la oportunidad de adaptar y rehabilitar construcciones y espacios existentes, símbolos latentes de nuestra antigua actividad, testigos de la nueva. Seguimos persiguiendo y alabando la actuación icónica: esa que supone grandes inversiones previas y póstumas y que poco o nada se relaciona con la actividad social y vecinal. Proponemos fortalezas de apartamentos, con piscina privada, jardín privado, pista de pádel privada, zona de juegos privada…negando su conexión con el mundo, apartándolas de relaciones humanas, de dotaciones sociales, de accesibilidad.
¿Por qué tenemos que explicarle a la población lo importante que es nuestro trabajo si no respondemos a sus necesidades? ¿Por qué todos estos colectivos tienen tanto interés en (re-)empoderarse como grandes empresarios, únicos y reconocidos a costa de respuestas arquitectónicas conscientes y responsables? No vivimos (y nunca hemos vivido) en un universo que distinga entre arquitectos y usuarios. Habitamos un complejo engranaje que requiere de procesos colaborativos y propuestas comprometidas. Nuestras obras son cambiantes y adaptables, y dejan de tener sentido e interés en el momento en que sus propósitos no cubren necesidades humanas. Espero poder leer pronto manifiestos proponiendo “la urgencia de adaptar nuestras herramientas arquitectónicas para servir a las nuevas problemáticas de las ciudades”.