Imagen: Fotograma de “The Belly of an Architect” (Peter Greenaway, 1987)
Ha llegado el momento de realizar una confesión: cada vez me interesa menos la arquitectura. No es ese sentimiento solo el fruto de este contexto en el que, a pesar de la crisis profesional, se sigue produciendo buena arquitectura, sino la evolución de una desafección que nace en mis tiempos de estudiante, aquella que me llevaría incluso a plantearme el abandono de una disciplina en la que, ya entonces, no encontraba sentido alguno. No voy a afirmar, como Le Corbusier en 1953, que deteste hablar de arquitectura, pero sí que cada vez me resulta más tedioso y aburrido hablar, escribir, oír o leer sobre ella.
No me interesa saber cuál es el edificio de la semana, del mes, del año, de la década o del siglo. O el edificio del siglo de esta semana. Tampoco quién es el arquitecto de moda, el ganador del último gran concurso o el flamante agraciado ese premio auspiciado por una corporación hotelera. El Nobel de la arquitectura lo llaman, como si esos galardones fuesen todavía garantes de una calidad incuestionable. Algo así debe de estar pensando Bob Dylan.
Las revistas y libros de arquitectura se acumulan en mi estudio, pero apenas son abiertos. Leo las entrevistas a arquitectos con el mismo hastío que las realizadas al último famoso salido de un reality show. Será porque el papel cuché me dificulta distinguir las unas de las otras. La (llamada) crítica arquitectónica, hipertrofiada por unos medios digitales que han aportado libertad y diversidad al mismo tiempo que, condenados por el imperativo de la inmediatez y periodicidad, amenazan con convertir lo reseñable en anecdótico y lo anecdótico en reseñable, ha dejado de resultarme atractiva y estimulante.
Esta apatía no sería problemática si no estuviese comprometido con la labor de seguir mostrando a futuros arquitectos el valor actual de la arquitectura y de animarles a que contribuyan a enriquecer el mismo en un cuanto menos incierto futuro. Solo por ello sigo atento a estas cuestiones que, para muchos, siguen constituyendo el contacto primario con una disciplina en la que deberán encontrar su propio camino, o intento recordar qué despertaba mi interés en aquellos momentos en los que no me ruborizaba cuando me llamaban arquitecto. Atrás quedaron, sin embargo, los tiempos en los que prestaba mayor atención a las fotografías de Hisao Suzuki para El Croquis que a las de Arny Freytag, quien afirmó que “los arquitectos utilizan hiedra para cubrir los defectos; nosotros usamos ropa”, para Playboy, porque he descubierto que de la superficialidad de las segundas emergen ocasionalmente reflexiones arquitectónicas más interesantes que de la de las primeras. ¡Nunca te lo perdonaré Paul B. Preciado!
Comentaba un geógrafo americano de principios del pasado siglo que un tema se encamina a la extinción cuando es definido por sus límites y no por el interés que despierta. Es esa ruptura de los límites la que permite apreciar una contemporaneidad arquitectónica en un anuncio publicitario de Spike Jonze, en los textos de Thomas Pynchon, en un escenario fílmico de Jim Jarmusch o en una pintura de Antonio López. Pero también en una revista popular, en un programa televisivo, en el último best-seller o en una película de espías. Quizá esa ruptura con los límites de “lo construido” pueda contribuir a revitalizar una debilitada arquitectura. En mi caso lo está consiguiendo. ¡La Arquitectura ha muerto, viva lo arquitectónico!