Imagina que naces en un lugar vacío
Imagina que naces en un lugar vacío. No hay nada en él. No hay construcciones ni tampoco árboles. No hay carreteras, vehículos, montañas o ríos. Es un lugar sin vestigios, un lugar sin memoria. Ni siquiera hay personas tal y como tú las conoces, sólo almas ya vagabundas. No perteneces a ese lugar, ni ese lugar te pertenece a ti. No te puedes quedar ahí, pero no te puedes marchar. No hay puertas, pero es tu hogar. No hay vallas, pero es tu cárcel.
“Si nadie vino antes aquí, por algo será”, contaba Gonzalo, el educador en emergencias que dedica su vida a los campos de refugiados del Sahel y Oriente Próximo. “No hay campos buenos. Los hay infernales y horribles, pero ninguno bueno. Son fábricas de población dependiente, sin posibilidades de autonomía, cotos de energía concentrada. Son ollas a presión. Este lugar es un círculo vicioso”.
A pesar de toda su agria violencia, la solución que se sigue dando ante los desplazamientos humanos forzados es abrir campos, ya que es una manera de asistir (y controlar) a un gran número de personas de forma organizada antes de su repatriación, sueño final de sus pobladores originarios. Pero, de la emergencia se pasa a la semi-permanencia, y la barrera entre ella y la ciudad es indiscernible. Generaciones enteras nacen y crecen en estos páramos desarraigados.
El realojamiento de emergencia se puede prolongar indefinidamente en el tiempo, y plantear cambios sustanciales en ellos durante su desarrollo es una labor extremadamente compleja. Por ello, el momento inicial, su concepción desde cero, es clave para producir cambios positivos en la vida de esas personas.
Existen una serie de criterios muy básicos en cuanto a la selección de ubicación, tamaño u organización para la creación de un campo, como acceso al agua, existencia de carreteras asfaltadas para abastecimiento y evacuación, presencia de vegetación, seguridad… Pero, ¿quién toma esas decisiones?
El gobierno local es el responsable de todo dictamen. En el caso de los desplazados internos, es ese mismo gobierno del que se huye. No es difícil imaginar que esas decisiones no se hacen de forma solidaria e inclusiva, sensible a la situación de los desplazados.
Los campos se situarán en terrenos sin dueño ni paso de nómadas o ganado. Terrenos abandonados o en zonas fronterizas donde la vida es un milagro. Los querrán alejados de otras poblaciones, para impedir que los non-gratos se mezclen con sus habitantes. Los mantendrán ahí, por aislamiento, hostigamiento, o manu militari, hasta que llegue el momento hipotético de la repatriación.
Tras esto, la vida dentro del campo estará supeditada a los “comités de campo” (manifestación de las estructuras de poder), no elegidos por los refugiados sino de nuevo por el gobierno, representando unos intereses que no siempre coinciden con los de los refugiados.
“Nuestras reflexiones lógicas no valen en un campo de refugiados. Todo lo que hemos aprendido, que es a hacer las cosas para que la gente viva bien y feliz, aquí no tienen cabida. Justamente esto es lo que un gobierno no quiere que ocurra en un campo. No los quieren ahí.”
Para abordar el problema de los refugiados desde el punto de vista del hábitat nos queda entonces un pequeño intersticio, entre repensar soluciones desde la base que mejoren sus condiciones sin producir un asentamiento permanente, y diseñar estrategias de acupuntura social, inocuas a ojos de los comités, que, sin embargo, construyan identidad y autonomía con proyección de futuro.
Nota al pie: Este texto hay que leerlo entendiendo la extrema complejidad y particularidad de cada caso, y que la brevedad de un primer acercamiento a la temática impide su presentación más allá de la generalidad.
Agradecimiento final: “Mi más profundo agradecimiento a Ana Martín y Gonzalo Sánchez por los conocimientos volcados sobre nosotros, y el modo honesto de hacerlo”.