El yugo dorado
Yugo. Autor del original Juan R. Lascorz (Original en color, cambiado a B&N). CC.
Todos conocemos ciertas leyendas urbano-laborales. Haber trabajado en tal sitio te abrirá las puertas de tal otro. Una experiencia insuperable. El trabajo por el que millones de personas matarían. Un sello de calidad, un marchamo de excelencia que cursa con noches sin dormir, una buena ración de maltrato laboral y –tradicionalmente- poco o ningún sueldo que lo justifique.
Pero cuidado. Haríamos mal en quedarnos únicamente con una capa de información superficial. Con los rumores sobre faxes que vuelan y arquitectos a los que se somete a regímenes de control mental dignos del tratamiento Ludovico (te echan. O quizá no. No lo sabes. O sí. Depende). El verdadero peligro subyacente bajo esta apariencia teatralizada es la ausencia de análisis crítico propio y, con él, de respeto por la propia labor. El aprendizaje perverso de un sistema que potencia la uniformidad de pensamiento aborregado y para el que la disensión debe ser controlada. Uno que convierte a un arquitecto –en toda la extensión de su capacidad de análisis y trabajo- en un simple replicador acrítico.
Que lo transforma, a la postre, en el engranaje –fácilmente reemplazable- de un sistema cuyos beneficios disfruta una minoría que, como todas las elites altamente extractivas, gusta poco de ser cuestionada.
Resulta extraño en una profesión que hace gala de su capacidad de cuestionar e investigar que esa investigación, ese cuestionamiento, no empiece por uno mismo. Por –seamos claros- el precio de las lentejas y la necesidad de comerlas. No es entendible que seamos capaces de desentrañar complejos programas y funcionamientos sociales… y permanezcamos ciegos ante la banalización de los derechos más básicos de un trabajador.
No lo es cuando, en un alarde de surrealismo que haría llorar a Kafka, la cuestión se traduce en un lavado de cerebro en el que es el explotado el primer defensor de su condición. Nosotros, los elegidos. Los que no dormimos. Los que no cobramos. Los que pagamos para trabajar. Los que nos llamamos –fíjense que risa- a nosotros mismos esclavos con un inexplicable orgullo imbécil (True story!). Si el mejor truco del diablo fue convencernos que no existía (y el de contratar a Mick Jagger para ser su heraldo), el del neoliberalismo explotador y de doble faz es haber convencido a sus víctimas de que serlo les otorga un yugo más bonito y mejor que a los demás.
Muchas veces bromeamos con lo arduo de una carrera que nos obliga a no dormir, a correcciones públicas no siempre todo lo educadas que deberían ser (o, directamente, irrespetuosas. Inexplicables para quien se dice docente). Nadie dijo que estudiar arquitectura, o que ejercerla, debiera ser fácil. Y probablemente no deba serlo. Sin embargo, en esa complejidad debe incluirse la capacidad de crítica y, sobre todo, de respeto por nuestra labor que nos permita desnudar la realidad para entender que lo que parece impresentable… generalmente lo es. Lo será siempre por mucho que se camufle, cual gatopardo inamovible, de cambio falsario, de tradición vergonzante, de esfuerzo mal entendido o de falsa pertenencia absurdos clubes.
O de yugo… por muy dorado que este sea.