Ralph Fasanella, “Happy and Bud service station” (1970)
Hace un par de siglos se competía por tener el puente más largo, después la torre más alta o la red de metro más rápida. Hoy las ciudades del mundo compiten por ser la más smart de todas las cities. Conviene aquí señalar lo oportuno del término, pues de alguna manera supone una primera aproximación cuantitativa sobre conceptos ciertamente inmaduros como pueden ser la sostenibilidad o la ecología urbana1. La ciudad inteligente monitoriza, registra y regula información con un enorme potencial a la hora de gestionar sistemas complejos. Una de las ventajas de la Smart City debería suponer la disposición en tiempo real de grandes conjuntos de datos como, por ejemplo, ahorros en emisiones (derivadas de un menor consumo energético o de certeras estrategias de movilidad), aporte de energías renovables, estado de las infraestructuras públicas, mediciones sobre la calidad del aire, contaminación acústica, gestión de aparcamiento, monitorización del hábitat urbano, alertas, en definitiva, sobre todos y cada uno de los parámetros imaginables en la ciudad. Ahora bien ¿qué tolerancia a la manipulación presenta el sistema? ¿Perciben los ciudadanos lo mismo que los fríos circuitos de los sensores? Y, por otro lado, ¿qué indicadores se ha decido optimizar, registrar o monitorizar en relación a otros que (de manera discutible) no?
“Ley del mercado, ley del éxito”
La primera pregunta resulta verdaderamente inquietante: la calidad ambiental de una ciudad se ha convertido en un argumento de gobierno, un reclamo electoral, una exigencia para las ciudades más importantes del mundo que, poco a poco, se dibuja en la agenda política global2. La transparencia, veracidad y fiabilidad de los indicadores resultan de importancia capital para la imagen y el control de la ciudad. ¿Podríamos estar recibiendo información incompleta? ¿Podría la Smart city convertirse en un espejismo mediático? La simple instalación de un medidor de CO2 en el lugar conveniente aportaría datos saludables para un determinado barrio, a pesar de que allí mismo apenas se pueda respirar. A pesar de lo visible del efecto de la contaminación, la situación podría ser cifrada y transmitida como aceptable u óptima, es decir, “controlada” en cualquier caso. Esta nueva paradoja explicaría que ciudades como Seúl ocupen el puesto 9 del índice ICIM de ciudades (smart) mientras descienden al 71 en la valoración de sus ciudadanos3.
“Las estatuas que sobran son casi tantas como las estatuas que faltan”4
La segunda pregunta pone el acento en aquello que ahora se ha decidido no parametrizar u optimizar: ¿y si estuviésemos utilizando indicadores equivocados? ¿Y si la eficiencia energética o la gestión del aparcamiento fuesen tan solo parámetros, guarismos incapaces de representar realidad alguna más allá de los mercados? La pregunta, en verdad, es desoladora. Contaba el sociólogo chileno Antonio Elizalde que durante años podía dejar a su hija jugando en el parque durante la tarde y pasar a recogerla después del trabajo. ¿Podríamos cuantificar el sentimiento de la seguridad? ¿Y valorar el sentido de pertenencia a una comunidad? ¿Cómo medir nuestra calidad de vida? ¿Cómo generar tecnologías capaces de registrar el bienestar colectivo? En palabras del propio Elizalde: “El paradigma de los indicadores está relacionado con la forma en la que ahora los seres humanos nos pensamos, está relacionado con el sistema que los genera y que nos contiene”5.
La tecnología debe ser un medio para algo y no un fin en sí mismo: “las ciudades prósperas no se basan en llenarlas de tecnología que su población no entiende, lo importante es invertir en el progreso de la población”6. La frase de Edward Glaeser, profesor de Economía en la universidad de Harvard, bien podría resumirse en menos tecnología y más educación para la ciudadanía, un slogan propio de la Bruja Avería (Soy Avería y aspiro a una alcaldía) pero que presenta una tendencia inversa a lo que sucede hoy en muchas ciudades de España y del Mundo7.