La fotografía es un instrumento extraordinario para la comunicación de la arquitectura, pero no siempre adecuado para su conocimiento.
A finales de los sesenta, Garrett Hardin señalaba que aunque “una imagen vale por mil palabras (…) llevaría diez mil palabras validar esto”. Simultáneamente, algunos artistas estaban comenzando a mostrar su trabajo a través de la fotografía, entendida esta no tanto como obra en sí sino como el mecanismo a través del cual transmitir y dotar de condición de permanencia a sus auténticas obras. Ambas posiciones coincidían en que aquellas imágenes no eran la realidad, sino solo una pequeña parte de la misma. El propio Robert Smithson señalaba que “las fotografías les robaban el alma a las obras”, aunque no pudiese evitar recurrir a ellas para perpetuar sus efímeras creaciones. En cualquier caso, la confrontación entre realidad y representación era comprendida de un modo específico que primaba a la primera respecto a la segunda, entendida como mero instrumento.
Vivimos hoy dominados por la comunicación visual, y este antiguo límite se ha diluido hasta producir un contexto cultural, avanzado por Roland Barthes, en el que solo aquello que puede ser codificado, y consumido a través de sus representaciones, existe. La arquitectura ha participado activamente de ello, produciendo imágenes y fomentando al mismo tiempo ser consumida a través de ellas. Sin duda, la accesibilidad de las referencias arquitectónicas es cada vez mayor, pero al mismo tiempo también lo es el porcentaje de las mismas adquiridas esencialmente a través de imágenes, ya sean de realidades construidas o tan solo imaginadas. Como representaciones, estas solo transmiten parcialmente una arquitectura voluntariamente seleccionada, codificada y manipulada, condicionando nuestro modo de experimentarla y comprenderla.
Toda imagen lleva implícito un engaño, o al menos una media verdad. Le Corbusier ya fue consciente de ello, y no dudo en manifestar sus ideas a través de fotografías inteligentemente manipuladas como las de aquellos mitificados silos. Muchos arquitectos recibieron el mensaje pero, alimentados exclusivamente por imágenes, erraron al tratar de reproducir materialmente aquella pureza de formas. Porque las fotografías, por sí solas, no podían explicar la experiencia real de los espacios pero, sobre todo, no aportaban información alguna de las soluciones constructivas que hacían que los mismos funcionasen correctamente.
La manipulación realizada por Le Corbusier resulta ridícula en comparación con las posibilidades técnicas actuales. Sin embargo, nos cuesta reconocer el engaño en la imagen, y más aún activar unas alertas ante alteraciones anómalas de la arquitectura similares a las que tenemos para las de la fisonomía humana. El problema, en todo caso, no está tanto en la construcción intencionada de una percepción arquitectónica, que sigue siendo útil, como en la aceptación acrítica de algo que, en ocasiones, no existe más allá del papel o del pixel. El lado positivo de todo ello es que, mientras no exista un medio que nos garantice el conocimiento certero de la arquitectura desde la distancia, seguiremos estando obligados a experimentarla con nuestros propios sentidos, a comprobar que aquello que hemos visto en una representación bidimensional es real y, sobre todo, a descubrir todo aquello que ninguna limitada imagen será nunca capaz de capturar y transmitir.
Gracias por este post, tus reflexiones me han interesado muchísimo.