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Aún todavía, la palabra arquitectura

Esta columna (mis disculpas por el sesgo melancólico), la empiezo el primero de marzo, día en que se cumplen cuatro años desde que conseguí publicar mi primer artículo en una pequeña revista de arquitectura. Por aquel entonces aún estaba en la Escuela, combinaba mis estudios con un trabajo más que precario en un estudio de arquitectura y, empezar a escribir, supuso (entre otras muchas cosas), más de lo mismo: otro escuchimizado ingreso para hacer frente a un alquiler. Ahora, cuatro años más tarde, Bartlebooth —Antonio y Pablo—, me invitan a reflexionar aquí sobre por qué escribir y reflexionar sobre arquitectura hoy en día y por qué hacerlo en medios no específicamente destinados a arquitectos.

Podría argüir una serie de argumentos implacables que hacen necesaria la superación de las trincheras disciplinares y la aparición, tanto de voces como de espacios para la reflexión arquitectónica de una forma más democrática y profunda; más vinculados con la sociedad a la que sirve; a todas sus angustias y borrascas. No hay que ser un ningún lince para hallar en la maraña de revistas, blogs, suplementos dominicales y publicaciones de arquitectura una proyección propagandística, sofista y llena de solipsismos que, unida a una jungla de paradojas intelectuales y un lenguaje críptico, analiza las vicisitudes de la arquitectura en términos de la actuación de sus héroes. Por no decir que, en ausencia de los mismos, tiende a fabricarlos.

Collage, autoría propia.

Con todo, aquí, más allá de enunciar una realidad que se ratifica por sí sola en el juego de espejos viral que son las redes sociales entronizando la circulación por la circulación, quisiera exponerles los motivos por los que escribo, cuyo pretexto no es otro que el de superar la pesadez de la palabra arquitectura.

Soy parte de esa generación que empezó a estudiar arquitectura después del 2012, y si la generación anterior se dio de bruces con la crisis del 2008; con las consecuencias de la lenidad ante la liberación de todo el suelo para edificar (regalo de Aznar) y la especulación consiguiente; con el destrozo del patrimonio paisajístico y monumental, y con el subsiguiente  desprestigio disciplinar, a la mía le quedó un mundo profesional de honorarios a la baja y contrataciones raquíticas que nos ha abocado a un escenario de trabajos pésimamente remunerados, al carrusel de los falsos autónomos o a una espiral de periodos de prácticas prolongados ad infinitum.

Por tanto, digo pesadez y escribo arquitectura justo después por eso: porque se produce cierta tirantez al dibujar, leer o escribir sobre viviendas ajenas cuando, como generación, se nos hace realmente difícil el acceso a una propia y con penurias llegamos a hacer frente a un alquiler. Y es que, cuando veo a mis amigas aguantar la precariedad, las horas de trabajo que sí y las horas de trabajo que no; cuando el agotamiento da paso a un entusiasmo que se desvanece, escribo arquitectura y me golpea la pesadez de sus sílabas como si fuese un mármol del pentélico.

Y, por eso, si razonar es cuestionar lo que uno siente, escribo escribir y escribo arquitectura, cuando recuerdo que pesadez se convirtió en un escollo a superar y que la forma de salvar el brete fue, precisamente, escribiendo. No por vocación, no, sino por desasosiego ya que, tras años de estudios, sucesivos másteres, becas de colaboración e investigación, concursos, prácticas externas, cursos, financiación denegada, y muchas — tal vez demasiadas—, puertas que no se abren, comprobé que la palabra “vocación”, a la que recurre se recurre como un mantra en el ámbito de la arquitectura, no es más que una contraseña fracasada, un estandarte falso.

Por ende, escribo, como digo, por preocupación. Preocupación por el futuro, por los futuros. Porque ya se sabe: el futuro no existe en el futuro: existe —insiste— en el presente. El futuro es nuestro sueño más antiguo, y cuando no es invención entonces se convierte en temor.

Y como cualquier ensueño acarrea preguntas, creo firmemente que, también desde la arquitectura, debemos espolearnos a hacérnoslas: a escribirlas y ponerlas encima de la mesa del debate público. Más si cabe, ante la actual fragilidad de nuestras estructuras políticas, económicas y por supuesto medioambientales, debemos ser capaces de anticipar una serie de lugares a través de los cuales la arquitectura pueda ser cuestionada, no solo como un objeto a observar o un interior por habitar, sino como un vehículo capaz visibilizar el producto de fuerzas que la sirven; las tecnologías que la hacen posible; el capital que moviliza; el trabajo que requiere; los entornos que construye y, ante todo, la sociedad que imagina.

Así que, aunque muchos de nuestros desencantos nazcan del lugar donde ubicamos la utopía, cuando empiezo a detestar la pesadez de la palabra arquitectura asumo que nos toca, mal que nos pese, armar un mundo donde la palabra arquitectura sea ­-ante la amenaza climática, la amenaza demográfica, la amenaza de regresión de los valores democráticos y tantas otras que pueblan el espacio que una vez inventamos para poner en algún lugar nuestros deseos, sueños y aspiraciones-, un lugar, otro más, desde el que interrogarnos sobre la relación entre individuo y sociedad.

A tal efecto, si la voluntad de volver a descubrir la humanidad en la adversidad tiene un valor ético que no podemos dejar desaparecer al tiempo que, la crisis del mundo reclama que la crítica otorgue voz al silencio, la escritura y la prensa no dejan de ser opciones en las que parapetarse. Espacios capaces de ubicar, dilucidar y explicar, desde un punto de vista cultural más amplio y permeable a audiencias más heterodoxas, las implicaciones de la palabra arquitectura. Algunos de esos lugares ya existen: entre otros, uno siempre puede encontrar refugio al abrigo de las palabras de Inmaculada E. Maluenda y Enrique Encabo en ElCultural, en las de Carlos Copertone y Patxi Eguiluz para AD España, o en aquellas que escribía Iñaki Ábalos en las páginas de ElPaís…

Collage, autoría propia.

En tiempos de equilibrios precarios, resulta imprescindible imaginar una práctica crítica y cognitiva que resista a la academización como reificación del saber bajo la forma del texto periodístico. Una forma de escritura que, desde sus propias ambiciones expresivas soporte el envite de la noción lacaniana del discurso universitario, en el que el llamado conocimiento universitario intenta apropiarse de aquello que lo rechaza para que lo antiacadémico se convierta en profundamente académico.

Toda crítica debe aspirar hacia la dialéctica. Por eso, necesitamos repensar cómo hacerla florecer, para quién es, qué papel desempeña y cómo se relaciona con la praxis arquitectónica y su campo cultural en general. Necesitamos escribir historias para el mañana y elaborar teorías que nos lleven hacía allí. Necesitamos imaginar modos de difusión más eficaces y reestructurar los que tenemos actualmente. Necesitamos fortalecer la relación entre la historia, la teoría y la práctica como campos interdependientes. Para ello, precisamos de las palabras, de su capacidad para imaginar futuros en ese presente por venir que hoy llamamos futuro.

Debido a ello, hoy como entonces, cuando empiezo a detestar la pesadez de la palabra arquitectura, me pongo a escribir y me digo que las palabras, los símbolos y los límites no importan; que, contra el miedo al futuro, las palabras son compendio de todos los pasados y que, como las vidas y los mundos, éstas mutan, y deberíamos de sentirnos libres para resignificarlas. Porque escribir y hacer viable, aún todavía, la palabra Arquitectura consistirá en inventarse un futuro deseable y después pelear para tratar de conseguirlo.

Por:
(València, 1996) Arquitecto por la Universidad Politécnica de Valencia UPV, completó sus estudios en arquitectura y urbanismo en la Graduate School of Engineering de la Hokkaido University, Japón. Desde 2020 escribe e investiga sobre arquitectura y tecnología. Sus trabajos y escritos han sido publicado en medios como ElDiario.es, EXIT EXPRESS, A*Desk Critical Thinking, Neo2 Magazine, ROOM Diseño o ValenciaPlaza.

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