Está mal que lo diga pero siempre tuve la intuición de que, de alguna manera, era justo que el dinero para investigación se destinara a ayudar a doctorandos en medicina o física, por ejemplo y no a mí o a otros como yo, enredados en investigaciones más bien de tono humanista y que poco podían ayudar a la sociedad en general, mucho menos a desarrollar una vacuna o curar una enfermedad.
Así, la última y muy larga etapa de mi tesis doctoral, se sostuvo gracias a mi emigración forzosa a este país donde empiezo mi actividad académica por octavo año y donde, muy cerca, pronto se inaugurará la exposición universal de Dubai 2020 -pero en 2021 por razones por todos conocidas- mientras en Arabia Saudí proyectos gigantescos ocupan a arquitectos de medio mundo que enfrentan, también, sus contradicciones ambientales en un contexto donde es difícil no acomodarlas a la necesidad de obtener proyectos y desarrollarlos, sin entrar a debatir su conveniencia para la sociedad en particular o el mundo, en general.
En uno de los libros1 que leo en verano se describe un ambiente donde se suceden personajes jóvenes millonarios o a punto de serlo, que habitan la región de California y, al contrario de aquellos monstruos que tan bien retrató Bret Easton Ellis en “American Psycho” y que pululaban en el este americano y Wall Street, ahora se preocupan muchísimo no sólo de su físico o sus finanzas –esto en San Francisco casi como un daño colateral al que no se presta atención- sino de desarrollar su mejor versión en plenas capacidades físicas y mentales para esforzarse en cambiar el mundo y convertirlo en un lugar más libre y mejor a través de start-ups y empresas tecnológicas que desarrollan software, apps para móviles principalmente. En otro libro2, el autor se pregunta qué es exactamente lo que tanto echamos de menos del mundo anterior a la pandemia, aceptando que nuestras ciudades fueron mucho mejores durante ella y que quizá no tiene sentido volver a ellas con la misma actitud.
Cuesta creer que la tecnología por sí sola vaya a ser capaz de operar ese cambio y ahí es cuando, modestamente, acepto que siguen siendo relevantes las tesis doctorales que abundan en los hechos culturales pasados y recientes con el ánimo de aprender de ellos y construir un futuro más justo. Las lecturas e interpretaciones de la historia y lo que aprendemos de ella provocan una conversación que facilita el entendimiento y aleja la barbarie mucho más que la competición por los avances tecnológicos, en mi opinión, y ello me consuela y me ayuda a mirar a otros en mi situación reciente y animarles a continuar por ese camino, a valorar nuestra aportación más allá de una crítica desde su posible obsolescencia.
Encontrar la virtud entre esa verdadera aportación sin caer en lo irrelevante o lo banal, y el oportunismo del progreso como única razón suficiente y válida, implica huir de una mirada nostálgica y desesperanzada, pero también al contrario, necesita de una ponderación que sólo la cultura contemporánea en su conocimiento profundo de la civilización puede ofrecer. Si Dubai 2020 debiera representar esa mirada a un futuro sostenible, caben todas las preguntas posibles sobe la pertinencia de vivir en lugares donde la vida, quizá, no es posible en los términos de sostenibilidad que entendemos razonables en la actualidad.
Mientras tanto, miremos de reojo a la historia por si aún tuviéramos algo que aprender de ella, aunque sólo sea una nota a pie de página perdida en una investigación olvidada.
Francisco Javier Casas Cobo es Doctor Arquitecto y vive en Riad.