Detalle de la tienda Olivetti en Venecia de Carlo Scarpa. Fotografía: Jean-Pierre Dalbéra, 2012, Wikimedia Commons.
Vivimos un tiempo en el que las dolencias invisibles parecen más dañinas que aquellas que afloran en la piel a modo de huellas o costurones. Una cicatriz es un vestigio, una historia, una conclusión, una herida que finalmente se cierra. Por eso resulta fascinante la belleza de esas muescas superficiales que, no sólo cuentan un relato de sanación en seres humanos, sino también en los objetos y espacios que habitamos. Y esas cicatrices pueden convertirse en testimonio visual de una reparación, pero también de algo bello, como en la técnica del kintsugi, a través del contraste de materiales en esa recomposición entre fragmentos conformando una unidad y en el que se ensalza el interés de la relación dialéctica entre lo nuevo y lo viejo.
La versatilidad conceptual de la centenaria técnica del kintsugi se convierte en una interesante filosofía con aplicación a los diversos campos en los que se mueve la arquitectura, en la intervención en el espacio urbano y construcciones existentes moldeados por el paso del tiempo y el uso 1. Pero también constituye una metáfora de la propia resiliencia de las personas, de cómo transformar algo aparentemente roto y sustanciar con la recomposición de sus fragmentos una materia parecida pero distinta, elementos con una historia narrada a través de sus imperfecciones.
Restañar la herida de un objeto mediante la unión de esa fractura con resinas de oro y plata, con una cicatriz que se convierte en su singularidad más preciada, es un arte que trasciende su mera utilidad práctica o estética para convertirse en un concepto valioso en muchos ámbitos. Pero la dificultad de enlazar la rotura de lo preexistente materializando una nueva unión, también tiene interés en el correcto tratamiento de las costuras que devuelven la funcionalidad y belleza a los espacios que habitamos. No en vano, en el ámbito del patrimonio cultural encontramos diversas heridas a reparar: las lagunas materiales, las partes faltantes de los inmuebles o las propias grietas sintomáticas de diversa patología, surgen como desafíos ante los que el proyectista debe aplicar esa “carpintería de oro” o kintsugi que permite distinguir lo auténtico de lo añadido 2.
Ese contraste de volúmenes y materiales entre lo nuevo y lo preexistente ha generado experiencias de gran interés en la arquitectura: habitar una ruina en una antigua fábrica de curtidos en Santiago con el proyecto de Víctor López Cotelo y Juan Manuel Vargas 3 , recuperar la grandeza de un espacio en la intervención de José Ignacio Linazasoro en la Iglesia de la Santa Cruz en Medina de Rioseco, reintegrar espacios de la mano de Carlo Scarpa mediante un nuevo universo lingüístico que contrasta y dialoga con lo existente en el Museo de Castelvecchio en Verona; y tantos otros ejemplos en los que el cierre constructivo de los desgarrones del tiempo recompone la preexistencia para transformarla en una nueva materialidad sobre la base de la antigua.
La solución de continuidad que suponen estas costuras, nos recuerda, en parte, la propia fragilidad de la materia, pero también la restitución de su unidad a través de estas cicatrices que materializan el camino de las heridas hacia su reparación. Y muchas veces, ese camino obtiene como resultado un objeto más bello e interesante que el original.