Sarah Klockars-Clauser (vía Openphoto).
Conforme va pasando el tiempo uno va ampliando su mirada y desterrando prejuicios, pero sobre todo uno quiere sentirse satisfecho del trabajo bien hecho. Aplicado al oficio del arquitecto supone poder mirar con dignidad sus obras pasadas tras un tiempo prudencial que logre apaciguar el excesivo entusiasmo por el proyecto (amenazado siempre de “diseñitis”) y el frenesí propio de su construcción (condicionado por la “retratitis”). Aún en plena crisis, los arquitectos no sé si nos hemos dado por enterados de ese par de dolencias que arrastramos desde tiempo atrás. ¿O me equivoco?
La primera de las enfermedades, la “diseñitis”, es una dolencia que proviene de nuestra formación en las Escuelas de Arquitectura. Criados a la sombra de grandes figuras de la élite arquitectónica, los estudiantes crecimos haciendo nuestros aquellos anhelos de quienes corregían entonces nuestros proyectos, sin percatarnos de que dicha aspiración era una magnífica quimera, insuflada en nuestras venas cual veneno letal que paraliza el sentido del juicio al verdadero arquitecto, ese que desea ejercer su profesión respetando al usuario de sus espacios y al cliente que ha confiado su presupuesto en sus manos para el fin previsto.
Dicho de otra forma: los forjados de placas alveolares y las dobles pieles de vidrio, tan omnipresentes en un PFC al uso, a menudo adolecen del rigor en su empleo en proporción a la pertinencia del proyecto, cosa que ninguna generación anterior a la nuestra hubiera admitido ni en el plano más teórico. Hasta el más sofisticado Mies van der Rohe nos demostró que el sentido de urbanidad del Seagram en pleno Manhattan no era debido a su epidermis bronceada, sino a la renuncia a hacer más (beinahe nichts), a saber dar un paso atrás con su rascacielos para dejarnos recuperar el aliento con un aire húmedo cual oasis en medio del fervor de Park Avenue.
La segunda enfermedad, que llamaremos “retratitis”, es aún peor si cabe, pues por ella se han sacrificado muchas de las necesidades reales de los edificios. Olvidado el sentido del pudor, hemos visto aparecer muchos bloques de viviendas sociales travestidos con innumerables ropajes insólitos acaparando portadas y portadas de la prensa, ávidas por ofrecer a sus lectores-voyeurs el (supuesto) erotismo del retrato del nuevo objeto recién parido.
Presos de la urgencia y de la contingencia, hemos visto cómo se han destinado buena parte del presupuesto de muchas obra al capítulo de “fachadas” a costa de comprimir los espacios útiles hasta estrangularlos, o de apenas alcanzar unos mínimos estándares de calidad para sus futuros usuarios; ignorando que ellos no van a poder sustituir al año siguiente la nefasta grifería colocada o el pavimento estratificado más barato (imitando madera, eso sí) con el que hubo que equilibrar el gasto en la obra.
Quiero pensar que la arquitectura del porvenir sabrá enmendar estos flagrantes errores, esta irresponsable praxis, no solo porque nos apliquemos a ello quienes tenemos responsabilidades docentes, sino porque la arquitectura es un bien cultural que merece nuestro máximo respeto desde el ejercicio profesional. Y si no la respetamos nosotros, los arquitectos, ¿quién va a sentir esa admiración por las obras bien hechas? Ejemplos como el de Manuel Gallego quizá nos sirvan para regresar a una senda de la que nunca debimos salirnos.
Parece evidente que te refieres a ejemplos concretos, ¿si esto es así, podrías mencionarlos para no caer en esos errores?