Arquitectura relativa
Los ignorantes en este asunto (y yo lo soy en este y en casi todos) solemos simplificar lo de la teoría de la relatividad con que Einstein dijo que todo era relativo, pero creo que precisamente es al revés. La física clásica y nuestra intuición eran las que decían eso, y Einstein vino a tirarlo por tierra y a volvernos locos con la constatación de que al menos hay una cosa que no lo es.
Hacerse cargo de que la velocidad de la luz en el vacío es absoluta y no depende ni del movimiento de quien la emite ni del de quien la recibe hace saltar por los aires todo lo que los legos somos capaces de entender y de intuir.
Es el concepto de lo absoluto lo que nos aleja de la comprensión de las cosas, y en ese sentido creo que la arquitectura, que es una actividad concreta, cotidiana y auxiliar, afortunadamente tiene poco o nada de absoluta.
¿Qué sería lo absoluto de un edificio? ¿Su peso? ¿Su tamaño? Creo que ni siquiera, ya que los referimos a otros que nos sirven de unidad y de comparación. ¿Su material? Tampoco, puesto que está sometido a envejecimiento y alteración. ¿Qué es lo absoluto en arquitectura? No lo sé, y, si quieren que les diga la verdad, tampoco me importa.
Lo único que me interesa de la arquitectura, y de lo único que puedo hablar, es de lo relativo, y eso es una curiosa manera de hablar de algo, porque no se puede penetrar en ello, sino solo rodearlo, soslayarlo, ponerle espejos o superponerle capas. Pero, en definitiva, evitarlo. (O, mejor dicho, “construirlo” con nuestro propio discurso).
Cuando hablamos de arquitectura hacemos relaciones y connotaciones, y la enfrentamos a sensaciones relativas. La contaminamos de cine, de música, de literatura, de humor, de psicología, de arte, de forma, de gastronomía… En fin, no hablamos de arquitectura, sino de nosotros. De nuestra experiencia, de las analogías que construimos, de nuestro relato.
La palabra “relato” proviene de relacionar. “Relación” es, aparte de otras cosas, la exposición que se hace de algo (es decir, su relato). Por lo tanto, el hablar de algo es connotarlo, relacionarlo, contextualizarlo. Y entonces llegamos a la extraña conclusión de que ese objeto, o ese hecho, o ese “algo” es más bien el relato que hacemos de él. Al relacionarlo lo creamos. Al relativizarlo lo hacemos real.
La arquitectura es, pues, un objeto semiótico. La entendemos por sus documentos (plantas, alzados, secciones…) pero sobre todo por su relato. Por eso cada quien la entiende de forma diferente. Yo, por ejemplo, que (aún) no he visitado la casa Farnsworth, tengo una opinión de ella muy basada en cierta remota conversación, muy poco seria y por ello inolvidable, con mis amigos en el bar de la escuela de arquitectura de Madrid, probablemente jugando a la pocha (eso no lo recuerdo), y en las posteriores lecturas a grandes críticos e historiadores y en la asistencia a algunas clases de la escuela. Es decir, la casa Farnsworth en sí misma, en absoluto, es apenas nada. Todo es lo que le vamos poniendo cada uno, la incalculable cantidad de capas, como pieles de cebolla, que le vamos añadiendo.
Y todo eso hace valiosa a la arquitectura que lo merece: la cantidad de relato múltiple y contradictorio, la sobreabundancia de interpretaciones y adiciones, la metaforización, el metalenguaje, la personificación, la “biografiación” (que siempre es sobre todo “autobiografiación”), la comparación, el juego, el discurso…
La arquitectura no puede ser otra cosa que relat-iva porque siempre es relat-ada.
(Ilustración: Casa del Labrador, Aranjuez, 1794-1803. Arquitectos Juan de Villanueva e Isidro González Velázquez. En restauración).