La estructura primero
La escritora Marta Sanz me dijo una vez que, en esencia, existen tres tipos de escritores. Por un lado están los creadores, que cuentan con la capacidad natural de hacer asomar, a partir de un torrente verbal no planificado y una serie de intuiciones narrativas casi místicas, un universo literario inteligible y propio. Los productores, por su parte, conocen los mecanismos del mercado en el que se insertan y saben generar historias y contarlas de tal manera que respondan a sus demandas. Por último —y Marta no sabe hasta qué punto esto me ayudó a considerar válidos mis propios procesos— estamos los constructores, sin duda los más humildes de todos, porque no hacemos nada más que apilar referencias, ordenar artificios sintácticos, trenzar tramas más halladas que inventadas y expoliar los textos de nuestros autores predilectos como si fuésemos cazatesoros británicos de paseo por la orilla del Nilo. Lo resumió a la perfección Eduardo Mendoza cuando recibió el Cervantes: “mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán, y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido”.
No sé si la pregunta por la relación entre arquitectura y literatura tiene respuesta. Si las dos disciplinas tienen algo en común aparte de lo obvio —a saber, además del modo en que una y otra se entrelazan por escrito, de cómo el estilo de la literatura impregna los textos arquitectónicos y de cómo la arquitectura y la ciudad envuelven y definen y contextualizan y organizan los espacios literarios—, creo que sobre todo es una cuestión estructural. En este sentido, el artista plástico Salvador Jiménez Donaire desarrolló hace algunos años un proyecto titulado ‘La estructura después’. Su sistema de trabajo, consistente en la superposición ritual y repetitiva de capas sucesivas de pintura y grafito, en efecto revelaba una suerte de estructura con forma de malla que veía la luz al final del proceso. En su día, cuando convivimos a la sombra del naranjo de la Fundación Antonio Gala, le comenté que su manera de trabajar me parecía muy arquitectónica. Tras darle alguna que otra vuelta, creo que estoy en disposición de desdecirme: no hay nada menos arquitectónico que el hecho de que la estructura termine por ser un hallazgo en lugar de una premisa.
Lo natural, al menos para mí, es lo opuesto. Desde luego, el único proceso al que puedo referirme es el mío, porque existen tantos métodos de trabajo como autores. Sin embargo, es curioso que una de esas alumnas que tanta rabia dan en las escuelas de arquitectura —ya saben: idea brillante, proyecto narrativo y ejecución modesta, una eterna abonada al 6,5— termine por colocar la estructura en primer plano, y si me apuran también en segundo, al pasarse al lenguaje escrito. Desde que no lidio con bloques de AutoCAD, en mis proyectos literarios la historia emerge desde el fondo, como la malla en las pinturas de Salvador, y se acomoda a otras estructuras preexistentes. Una de ellas, la de la sintaxis que alberga el contenido de cada frase particular, es más o menos flexible. La otra, la primera norma de todas cuantas respeto desde el instante en que me comprometo con la escritura de un libro, tiene para mí un rigor casi dictatorial, y da forma a la novela al tiempo que se muestra a sí misma. La rigidez constructiva de Eiffel, el expolio intelectual de Kahn, las tripas a la vista de Piano: en el fondo, puede que los puntos de contacto sean más de los que imaginamos.