¿Cuánto tiempo tarda una patera, con cincuenta o cien personas a bordo, viajando, amontonados, sin comer ni sin dormir, envueltos en sus miedos y en sus fluidos, en alcanzar la costa?
¿Cuánto tiempo tarda un ciudadano, no hablemos de un migrante, en encontrar una vivienda, una habitación siquiera, una cama, en la que empezar en la ciudad una vida digna?
Hay un misterio en el tiempo de ese cuerpo, esa mujer muerta de miedo, adherida de frío, viajando desde dios sabe dónde hacia un destino entre la esperanza y lo imposible, sentada en la oscuridad de ese cayuco, sin otro ruido que un motor viejo y destartalado que puede pararse en cualquier momento y quedar detenido en la nada, moviendo sus labios como si rezara a ningún dios una oración a la esperanza de poder cumplir su deseo encerrado en el sueño de ser otro cuerpo, lucir ese bigote recortado en esa sonrisa de hombre feliz, poder amar algún día siendo él, esa imposibilidad que su tribu ancestral no le permite. No hay tiempo más cruel y más oscuro que tantos años de espera, de ahorro de dinero prostituido para pagar este viaje de transformación, y agarrada a este trozo de madera medio podrida. Navegar con su deseo oculto hasta donde se pierde el agua,
para
salir de ese largo e inacabable extrañamiento atrapado desde siempre dentro de ella.
(Solo se oye el llanto de una niña que ni siquiera sabe que llora, de tan livianas que son sus lágrimas, como si también ella tuviera miedo de despertar la noche.)
Hay un misterio en el mismo tiempo y en la misma noche de un cuerpo en esa cama prestada, cuatro horas, solo cuatro horas que serán cinco minutos de una vida eterna, el cuerpo que mira el dibujo que las sombras de la calle movilizan y extienden en el techo mientras él aprieta en su bolsillo el dinero prostituido noche a noche que ha guardado traspasando fronteras de polvo y de desierto, para poder dormirse en un hospital prohibido, oscuro e infecto, y despertar siendo ella,
para
salir de ese largo e inacabable extrañamiento atrapado desde siempre dentro de él.
(También él oye el llanto de un niño que ni siquiera sabe que llora, de tan livianas que son sus lágrimas, como si también él tuviera miedo de despertar la noche)
El tiempo si sabe de sexos, clases y razas. Sabe de los cuerpos inferiorizados sexualmente que viven en cuerpos que desean ser otros que viajan buscando que la hospitalidad les ofrezca el mínimo soporte para esa transformación porque solo es la hospitalidad la que te acepta y la que no pregunta por el origen, por el sexo, por los papeles que no tienes; la que acoge al extranjero convirtiendo la oscuridad del viaje en una luz al fondo de una vida. Es ella la que puede conformar en el tiempo formas de amabilidad y ternura, hacer que el tiempo, además de ser vivido, fluya y vuele en la dirección de los deseos.
El tiempo sí sabe de los cuerpos inferiorizados de clase, él en ella, ella en él, cuerpos viviendo en cuerpos otros, empleando tiempo de trabajo para poder comprar ese deseo, guardando cada moneda del fruto, no del intercambio amable de los cuerpos, sino de las continuas violaciones tras un trabajo desparramado de dolor y de ansiedad, de prostitución material y moral continuada.
El tiempo sí sabe de los cuerpos inferiorizados racial y colonialmente que se saben odiados por la tonalidad oscura de la piel debatiéndose continuamente en cómo salir de la exclusión social, cómo avanzar a tientas en caminos tan bien señalizados para otros, incluso trazando caminos que no existen, para situar la esperanza de él, de ella, o de elle, y concentrar su resistencia contra el esfuerzo que ejerce de continuo el capital para lograr la disolución de sus cuerpos.
Ahora sé que mi tiempo es el de ellos/ella/elles. Ahora sé que no hay un instante de mi clase, de mi sexo, de mi raza que pueda llevarme al instante siguiente. Tengo que reconstruir mi voz interior, mi tiempo interior desde la suya, hacerla aparecer en el intercambio de los cuerpos mediante el lenguaje secreto de los signos; ahora sé que no hay arquitectura de mi historia; y puede, incluso, que, no sepamos dónde se encuentra la otra, pero sabemos que está allí donde la madera de ese cayuco o las sombras en el techo indican. Porque es en la medida que lo otro nos cuestiona y nos pregunta, cuando podemos detener y pensar el tiempo, que, aunque nuestro, no nos pertenece. Y es en la medida que aceptamos ser preguntados por la hospitalidad acerca de nuestras normas y nuestras legalidades cuando se introduce esa posibilidad de separación de nosotros mismos, la que propicia la invención de tiempos que nos trasladan a presentes marcados por la diversidad ecológica de los cuerpos.
Nota: Tres libros y un poema que me han ayudado a configurar este texto. El poema es una variación de un poema de Emily Dickinson; El tiempo vivido sin su fluir de Denise Riley ( Alpha Decay 2012-2019); La moneda viva de Pierre Klossowsky ( Pre-Textos 2003); La hospitalidad Jacques Derrida y Anne Dufourmantelle (2000 Ediciones de la Flor).