La eliminación de cualquier discernimiento entre tiempo de trabajo y tiempo de vida es un significativo logro del workfare contemporáneo. Al contrario de lo imaginable, se engrasa mejor entre las prácticas creativas que desde el universo corporativo, animado por los cantos de libertad y el entusiasmo propio que tan bien anida entre los jóvenes espíritus. Quizá por ello estemos cada vez más conminados a mantener una juventud eterna, a suspender el tiempo, las distancias relativas o cualquier tipo de mediación precisa. En este jugo de disoluciones vivimos en lo que Mario Tronti denominó como la “fábrica social”, y donde los mecanismos de socialización —lenguaje, comunicación, emociones, deseos, afectos— se han convertido en los propios mecanismos productivos. Como es habitual, se trata de un cambio que pudo percibirse primero y más radialmente en los grandes centros económicos y culturales.

Pongamos el caso de Londres, ciudad con la que guardo particular conexión desde hace casi dos décadas. En sus gloriosos 60, en aquellos años que precedieron al mayo parisino, trabajar como arquitecto era formar parte de un gigantesco engranaje fordista. El arquitecto, aún ampliamente masculino, se sentía como la pieza de maquinaria de una gran factoría productiva que repetía los estándares que la modernidad arquitectónica ya había erigido. Conocí arquitectos que trabajaron en Chamberlin, Powell and Bon para el diseño del celebrado Barbican, y me relataron su trabajo como una extenuante repetición de variaciones nimias en torno a un mismo baño. Repetir una y otra vez lo esperable, o hacer los ajustes necesarios para que lo esperado tomara su lugar en oficinas grises con hombres vestidos de gris, aunque quizá este fuera gris marengo. Solo esta condición explica el éxito fulgurante de Archigram, especialmente como movimiento estudiantil, y las celebradas protestas de alumnos que emergieron desde la Architectural Association. Lideradas por Peter Cook, estas expresivas manifestaciones mostraban una oposición frontal a la RIBA, y a la progresión que esta promovía hacia el profesionalismo arquitectónico. En aquel clima sentido como opresivo, la reivindicación de la imaginación, la ilusión, la emoción, harían entender que el trabajo no solo había de deberse al rigor y la norma, sino al compartir estas formas de entusiasmo pertenecientes a un orden más personal y social que productivo.
El modelo de oficina corporativa tipo Chamberlin, Powell and Bon tomó en cierto modo su inspiración de la cadena de montaje moderna. En su división y especialización, esto explica que un arquitecto pudiera dedicar a unos baños dos años completos de su vida. Fueron las críticas a este modelo productivo las que traerían nuevos modos de trabajo capaces de integrar aquellos otros elementos sociales y cercanos a lo personal que harían que el trabajo se volviera también más interconectado y cooperativo.
El espacio productivo abandonaría física y conceptualmente la linealidad de la cadena de montaje para volverse más una planta libre servida desde un techo y/o suelo técnico, y capaz de dar respuesta a las cambiantes redes relacionales de las nuevas formas de trabajo. Cada proyecto es un nuevo equipo, una nueva red de relaciones. Pero el culmen de esta fluidificación espacio-temporal se presenta con el autónomo o freelance. Aquí, el tiempo del trabajo y el de la vida se superponen con mayor claridad que en ningún otro. El autónomo/a, o la empresa uni o bipersonal, han absorbido en su individualidad el rol de la empresa, es decir, su capacidad para organizar, gestionar y administrar. No es la empresa la que asume el deber de organizar y gestionar al trabajador para garantizar su mejor productividad —con todos los gastos que esto conlleva, incluidos el garantizarle los propios medios para la producción— sino que es el trabajador/a el que debe autoadministrarse a sí mismo/a. El autónomo/a, desde sus propios medios, debe de crear flujos y redes de trabajo que, además, a menudo se fundamentan sobre las propias redes personales y sus formas de cooperación social. De este modo no solo se explota a sí mismo, sino también sus relaciones familiares, de amigos. Al ser la empresa “uno mismo” se implica a la vida propia, y es esta finalmente la que se mercantiliza.
A raíz de estos cambios de paradigma, a lo largo de los años el espacio de trabajo de la oficina no solo se ha vuelto más distribuido y difuso, sino, además, más capaz de favorecer estas superposiciones entre relaciones sociales y productivas. Así ya se muestra magistralmente en el edificio de oficinas que a principios de los 70 realizaron en Ipswich Foster and Partners. Estructura e instalaciones distribuidas, espacios sin definición formal alguna y un ambiente de escaleras mecánicas, palmeras y verdes praderas no muy diferentes a los espacios de ocio a los que estarían acostumbrados los habitantes de esta pequeña ciudad inglesa. Cada esquina parece un lugar propicio tomar informalmente un café o realizar un picnic improvisado, pues estas actividades sociales facilitan la comunicación del equipo, lubrican la fluidez del trabajo cooperativo. En el trabajo en equipo contemporáneo el acto de la comunicación es más importante que los hechos comunicados. Hay que mantener el canal de comunicación siempre abierto en este ambiente informal o festivo. Las icónicas imágenes de los trabajadores de Ipswich tumbados libremente sobre la cubierta/pradera del edificio son especialmente elocuentes. No deja de ser desconcertante ponerlas frente a frente con las libertarias imágenes que Superstudio presentó para su Supersuperficie pocos años antes. Misma red distribuida, misma libertad, misma juventud. Los valientes principios críticos de los 60 eran ya absorbidos… pero como farsa.
Desde el Googleplex, de Clive Wilkinson, hasta el nuevo campus de meta, de Frank Gehry, esta progresión no ha hecho más que dar la razón a la audacia del proyecto de Ipswich. Un ambiente donde trabajo y juego, donde ocio y producción se superponen hasta lo paródico. Es también una especie de “fábrica transparente”, pues no es solo lugar de trabajo, sino de la comunicación del trabajo como elemento valorativo, su auto-exposición, la escenografía donde se proyectan una serie de significados culturales y afectivos. La condición de ambiente expandido, de disolución de límites, de creciente intangibilidad facultan modos cada vez más profundos de interrelación entre trabajo y subjetividad personal, producción y vida. Se fomenta la tendencia de una experiencia espacial como paisaje, el énfasis en la continua circulación, el ludismo generalizado que genere un ambiente de divertimento y ocio en el corazón mismo de lo productivo pues, por otro lado, en el workfare no existe posibilidad alguna de imaginar un ocio que no implique directa o indirectamente a la esfera del trabajo. Para relacionarse, para comunicar, para desconectarse.
Casi una década después de la inauguración de Googleplex, en 2005, Dogma y OFFICE presentaron el proyecto City Walls, como propuesta de concurso para una ciudad administrativa en Corea. Frente a la creciente disolución de límites, tan pregonada como forma de libertad desde los 60, City Walls partía desde el extremo opuesto, esto es, desde el principio de separación formal, la necesidad de ser capaz de discernir y discriminar como condición crítica previa para cualquier forma de libertad real. Con una rígida y repetitiva trama edilicia, City Walls planteaba lo que podría considerarse como una “gramática” para la ciudad, es decir, la precondición necesaria para una verdadera autonomía política de sus ciudadanos. Dogma siguió abundando en esta línea con proyectos como Stop City, que revertía intencionalmente los planteamientos de proyectos vinculados a la arquitectura radical y libertaria de los 60 y 70, en particular, la conocida No-Stop City de Archizoom. Igualmente, las mismas premisas formales se encuentran a menor escala en la rotunda disposición formal que ofrecieron en la segunda década del siglo XX muchos de los proyectos de OFFICE, y que significaron la emergencia de nuevas posiciones críticas tras la crisis económica y laboral de 2008.
La arquitectura como agente primigenio de la separación entre condiciones, como forma de preservación de la propia existencia de las mismas: público/privado (para que lo privado no subsuma a lo público), arquitectura/paisaje (para que la arquitectura no absorba al paisaje y naturaleza), estancia/circulación (para que pueda seguir existiendo un espacio pausa, de habitación), y efectivamente, trabajo y vida. El éxito de estas prácticas fue de nuevo fulgurante. Los estudiantes quedaban fascinados por esta nueva base crítica, por las nuevas posibilidades que abría desde una posición poco obvia al no iniciado. Pero baste contemplar algunas de las más recientes incorporaciones a la anteriormente discutida tradición de espacios de oficina, como el campus de Apple en cupertino, para entender lo rápido que de nuevo esta nueva emergencia crítica, esta predilección por formalizaciones rotundas capaces de separar y otorgar distancia como forma de adquisición de una libertad profunda, han sido absorbidas y banalizadas, y también sus promesas. Porque lo que esta trayectoria nos explica es que el capitalismo y sus formas de producción, como ya señaló Tronti, evoluciona y crece desde las propias críticas recibidas, que asimila regurgita e invierte, y que lo que un día pudo considerarse posición de resistencia o búsqueda de libertad genuina, hoy, posiblemente, no sea más que otro modo de elevar su prevalencia.