“Están alicatando el campo” “Esterilizan el suelo y aumenta el riesgo de incendios” “Donde se planta una placa solar no vuelve a crecer nada en décadas” “Cambian los alimentos que produce nuestra tierra por cristales y tornillos” “¡Es un suicidio agrícola!”, son algunas de las exclamaciones y bulos que he escuchado contra las instalaciones de energías renovables que desde hace años se han vuelto normales en muchas zonas rurales del Estado español. Independientemente de su efecto directo sobre el suelo cultivable (si se cumpliese la totalidad del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima las renovables ocuparían un 0,8% de la superficie del país, y menos de la mitad sería en suelo agrícola), las placas solares y molinos eólicos tiene un fortísimo impacto visual y simbólico, agitan los imaginarios de qué es el suelo nacional y cómo leer el llamado “mundo rural”.

En menos de una década, las instalaciones fotovoltaicas han pasado de evocar un futuro rupturista e ilusionante a reflejar la continuidad de modelos económicos depredadores y la implantación de una transición energética que acelera el consumo de recursos naturales y energías fósiles. Para amplios sectores de la sociedad –y desde argumentos muy diferentes–, la transformación de los paisajes donde se están instalando grandes megaproyectos energéticos –en los que la producción pico supera los 5 Mw– pone en evidencia el abandono sistemático de “lo rural” y el privilegio de un modo de vida que no se debe nombrar como “urbano”, sino como “extractivista”. Pero el problema de la despoblación de más del 60% de los municipios españoles no son las energías renovables, sino las estructuras territoriales sobre las que se levanta un modelo de producción que ahora se maquilla de verde corporativo.
La densidad energética de la energía solar o eólica es muy baja, por lo que necesitan mucha más extensión que otras fuentes como el petróleo o la nuclear para generar la misma cantidad de vatios. En el suelo extremeño –desde donde escribo– los grandes monocultivos solares dan continuidad a procesos de explotación latifundista. Aunque muchos terrenos se usen en alquiler y no cambie su propiedad, se gestionan unificados bajo los intereses de unas pocas eléctricas y tanto la energía que producen como el beneficio económico se extrae de la región. Les investigadores Josefa Sánchez Contreras y Alberto Matarán Ruiz hablan de colonialismo energético para describir los procesos de una “transición energética corporativa” que mantienen estructuras de explotación y saqueo tanto en territorios históricamente colonizados como en las periferias del Norte Global1. Observar la implantación de megaproyectos energéticos como una evolución de los modos de violencia colonial facilita entender el vínculo entre la transformación material del suelo que producen las colinas cubiertas de fotovoltaicas y la imposición de narrativas únicas ante la crisis climática.

Las enormes granjas energéticas, casi siempre en territorios nombrados como “vacíos” o sufriendo procesos de despoblación, dicen mucho sobre los métodos que acotan la vida y definen qué es y qué no es vivible. Varias de las arquitecturas más significativas del presente comparten la característica de que no están construidas para ser habitadas, sino para expulsar la presencia humana. El arquitecto Liam Young describe los centros de datos como “zonas de exclusión humana”, un término que también sirve para las grandes granjas solares2. Como parte de las mutaciones antropológicas que supone la esfera digital, extensas hectáreas se rodean con un doble cerco de vallas metálicas y se controlan con cámaras de vigilancia para que nadie entre, solo el personal de mantenimiento imprescindible y rebaños de ovejas que limpian el suelo al pastar. Su estructura de encierro y su geometría modular las emparenta con el campo de concentración, en un giro sofisticado que las convierte en dispositivos de control para recluir a los cuerpos en lugares distantes y atomizados.
Desde esta perspectiva cuesta simpatizar con las placas solares aunque tratemos de huir de discursos dramáticos y bulos inyectados con fondos vinculados a la extrema derecha –varias de las frases con las que empieza este texto están sacadas de los vídeos que difunde SOS Rural, parte de la Fundación Ingenio, vinculada a VOX–. Asumir el discurso derrotista en el que las placas solares han “alicatado el campo” supone naturalizar la narrativa de la “zona de sacrificio”, una perspectiva binaria en la que el mundo se divide entre zonas de extracción y de acumulación, donde hay zonas de vida y de muerte, sin ambigüedades. Es una perspectiva colonial que anula la memoria de prácticas de resistencia y reinvención de mundos. Como cualquier otra infraestructura, estas “arquitecturas de expulsión” no son totalizantes aunque se presenten como tales, pueden ser habitadas de múltiples formas y tienen temporalidades amplias, pueden ser desviadas, transformadas y, no me cabe duda, si no lo están siendo ya, lo serán.
Desde hace un tiempo, junto a un grupo de colegas –les artistas Azahara Cerezo, Laura Tabarés, Jara Rocha y Victor Ruiz Colomer, en el proyecto “Ramas. Tecnologías y territorio” que impulso desde Plataforma MAL–, damos vueltas al concepto de “comunidad energética”, implantado a través de los fondos Next Generation para apoyar modelos ciudadanos democráticos de producción, consumo, almacenaje, venta o uso de energía en escalas locales. Es una herramienta fundamental para impulsar procesos de decrecimiento y transición a energías renovables. Hay magníficos ejemplos de comunidad energéticas que iluminan caminos esperanzadores, así como desvíos y perversiones de qué puede ser una comunidad energética: la mayor parte de las subvenciones destinadas a impulsar comunidades energéticas ha ido a manos del grupo Repsol y otras empresas privadas en los últimos años, una distorsión del modelo de transición y descarbonización que tratan de impulsar las instituciones europeas3, Es un tema peligroso, porque lo que está detrás no es solo la gestión de electrones, sino qué es una comunidad.

Para evitar esta clausura de la imaginación podemos estirar la definición de “comunidad energética” y buscar sus límites, pensar qué comunidades energéticas han existido sin necesidad de nombrarse como tales: un grupo de personas que utiliza la energía de un molino hidráulico forma una comunidad indisociable del ecosistema del río, un grupo de gente organizada para bloquear la construcción de una central hidroeléctrica está unida por una perspectiva común hacia la producción y gestión de la energía, y las estructuras de apoyo y resistencia ante el corte de luz en la Cañada Real deben leerse también como referentes de qué puede ser una comunidad energética. Hacer más resbaladizo el término “comunidad energética” permite incluir otras relaciones con la energía: una comunidad desde el rechazo o desde el deseo de otros mundos, desde escalas hiperlocales o transgeneracionales.
Por eso, más allá del modelo extractivista de las zonas de exclusión humana, ¿qué comunidades energéticas surgen alrededor de las megaplantas fotovoltaicas?
Están las ovejas, por supuesto, enmarañadas con la especie humana por un vínculo térmico. A pocos kilómetros de las placas, quizá un grupo de gente se reúne alrededor de una mesa camilla –otra infraestructura para pequeñas comunidades energéticas– para tejer con la lana de esas mismas ovejas. Lejos de allí, ante otro proyecto de macroplanta solar, otra comunidad decide levantar un reloj solar para evitar que la única narrativa en torno al sol sea la comercialización de la energía.4
Quizá, dentro de unas décadas, cuando lo que cubren tantas hectáreas de colinas sean ruinas, las estructuras de aluminio que sujetan las placas se utilicen en la recuperación de un pueblo abandonado y sirvan para hacer los marcos de ventanas abatibles. Antes de que eso suceda, varias generaciones tendrán sus propias vivencias ante y contra las “arquitecturas de exclusión humana”. Quizá, una noche, un grupo de hijes de les agricultores que han alquilado sus tierras corten las vallas para arrancar unas placas. Quizá se lleven una y salgan corriendo cruzando la sierra, y quizá, antes de llegar al pueblo, duden y acaben tirándola entre unos arbustos. Tras esa noche se refuerza la valla y se reajustan las cámaras de vigilancia. El grupo de jóvenes mantiene el silencio, les une un secreto del que no hablarán en público hasta muchos años después.
Quizá esos montes se abandonen durante años. Solo un grupo de aficionades a la micología recorre ya los perímetros de placas cuando llegan las primeras lluvias del otoño. Pasean por los bordes de los campos solares, aguzando la percepción. Terminan convirtiéndose en expertes de ese suelo y sus cambios, quizá puedan observar la aparición de un nuevo tipo de micelio surgido entre las encinas y los bloques de cemento que rodean los generadores.
Pasa el tiempo y quizá, en medio del monte, tras unos acebuches, varias especies de lombrices, cochinillas, parte de un hormiguero y unos hongos conviven en un rectángulo de humedad. Forman su propia comunidad a la sombra de una placa fotovoltaica abandonada.