La ciudad, el último territorio urbano del que escapar, o al que volver, un último vestigio de ese espacio de acumulación. El pueblo, la colonia, llena de casas, todas pequeñas e iguales, como territorio de extracción, en realidad una barriada a los pies de la montaña y próximo a la mina. Las ancianas meten la carne tendinosa en leche para que el conejo de caza ablande. Son las únicas que recuerdan con nostalgia el verdor y los animales que bajaban de las montañas hace treinta o cuarenta años. Nuevos mineros, recién llegados, las destripan y vacían sus betas en busca de minerales. Aguaceros que van y vienen provocan riadas e inundaciones. Y es que el agua llega de golpe y lo inunda todo. Un Museo de Historia Natural, a modo de invernadero, conserva, como si de una bola de nieve se tratase, fósiles y minerales, animales que no habían visto antes, flores que desconocían. La última nevada solo aparece como la imagen de un recuerdo borroso. Hoy, los pinos se secan y mueren. El cielo se pinta de un bonito color salmón. La rave es, otra vez, el último lugar de escape, una celebración adulterada que se extiende hasta que la luz del día colorea el valle o hasta que el sonido de las alarmas despierta a la población. Un extraño servicio militar, masculino, no lucha contra un bando enemigo. Ahora, sofoca los incendios de los valles provocados por la extrema sequía, una realidad recurrente que se introduce en la rutina de quienes no han podido o tenido el valor para escapar.
Las extrañas páginas de En las manos, el paraíso quema, de Pol Guasch, pintan un futuro del todo familiar, no tan lejano, en el que las sombras que nos acechan son aún más alargadas y nuestras pesadillas se hacen realidad. Un escenario más cercano a un carbonizado pasado que a un soñado futuro, y más parecido a las transmisiones en vivo de televisiones en todo en el mundo que a las visiones catastrofistas propias de la ciencia ficción.
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Fenómeno de la aurora boreal sobre Eggolsheim, cerca de Forchheim, el 28 de diciembre de 1560. Dominio público.
Si la intensa tradición de “novelas de embalses”1 narraban, en nuestro país, el duelo de quienes habían visto sus pueblos y aldeas anegados por las políticas hidrológicas del s.XX, que hacían desaparecer territorios y formas de vida en pro del progreso y un proyecto territorial más amplio, la literatura contemporánea de ficción pinta escenarios distintos, en los que el recuerdo nostálgico de ese territorio vivido se transforma en la experiencia sin escapatoria de una realidad que, sin saber cómo, se torna familiar. La línea definida de las intervenciones infraestructurales de la ingeniería más violenta, ejecutadas en un tiempo y en un espacio concreto, se convierte hoy en la acción lenta, difusa, firme y sostenida de la presión humana en territorios en todas latitudes. La fuerza extractiva que acechó paisajes del Sur Global recorre hoy, para nuestra sorpresa, y apoyada a en las urgencias de los conglomerados tecnológicos de la cuarta era, geografías ahora más familiares y próximas.
Aunque manifiestamente fragmentarias y localizadas, las luchas comunitarias en territorios de extracción o acumulación movilizan deseos comunes y espacios de fricción, consenso y divergencia con los que discutir e imaginar futuros más justos. Las visiones planetarias, abstractas o globales, si no plantean futuros únicos y totalizantes privilegiando los discursos expertos, pueden abordar y responder a las fuerzas más amplias del capitalismo o el cambio climático como estructuras abstractas que atraviesan la complejidad del mundo. Por último, las políticas y proyectos prometeicos, emancipatorios, pueden movilizar otros escenarios y visiones lejos de la oscuridad y la parálisis de los procesos que nos envuelven.
El libro nos traslada a un territorio futuro en el que la resignación, la derrota, la adaptación se instalan y sustituyen a la esperanza, la lucha y la protesta. Un escenario probable y terroríficamente familiar. La sequía, la escasez de recursos o la vuelta a las energías del carbón2 forman parte de una nueva realidad, y envuelven a una historia en la que la curiosidad, el deseo, el descubrimiento y el duelo mantienen con vida a las historias de amistad y amor en un contexto de lenta o rápida extinción. Los únicos mecanismos de continuación o escape cuando el “tiempo nuevo se impone sobre el tiempo viejo, lo sofoca, lo pisa, y sigue”3, cuando los recuerdos de un pasado más fértil, ahora vivos como imágenes, solo pueden conservarse en un ambiente controlado entre las paredes de vidrio de un invernadero.