Una tarde de otoño de 1963, apresurados con sus últimos preparativos para emigrar a Barcelona, mi tía Silvestra Fernández Fernández y su marido Antero Mogollón, ambos naturales del Valle de los Pedroches, Córdoba, reciben un pollo vivo de una vecina: gesto de despedida y apercibimiento de los peligros inexplorados (quizá el hambre) que se encontrarán en la gran ciudad.
En la estación de tren la autoridad les solicita:
-“¿Dónde van ustedes con un pollo vivo?”
Silvestra no duda, entra en el cuarto de baño y practica un golpe mortal “¡zasss!”.
Asunto resuelto.
Llegarán a Barcelona con algo de carne; se establecerán en el barrio chino.
Nuevos olores y sonidos, tropiezos y aciertos, creación de una nueva identidad.
Eso es otra historia.
En los años 50 el cine en España comienza a asomarse tibiamente a la dureza de la migración. Resulta paradigmático el ejemplo de “Surcos”, 1951, y sorprendente que Eugenio Montes, fundador de la Falange, esté detrás del guion de esta película. El film abre con esta frase de Montes:
“Hasta las últimas aldeas, llegan las sugestiones de la ciudad convidando a los labradores a desertar del terruño, con promesas de fáciles riquezas. Recibiendo de la urbe tentaciones, sin preparación para resistirlas y conducirlas, estos campesinos, que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces, astillas de suburbio, que la vida destroza y corrompe. Esto constituye el más doloroso problema de nuestro tiempo”.
Tras los créditos, la familia de pueblo se apea del tren en Atocha, baja al metro -donde reciben los primeros insultos por ser de pueblo- y acaban llegando, como “pollo sin cabeza”, a una corrala masificada de Lavapiés.
En la década de los 50 el problema de la pobreza extrema en Madrid era tan impresionante, que se calcula en casi 300.000 personas las que vivían entre edificaciones clandestinas, chabolas, cuevas, fortines o tiendas de campaña. El Ministerio de la Vivienda, ante esta situación, se vio obligado a realizar un censo en 1958 (fichas de cada familia con sus correspondientes fotografías) como paso previo a cualquier tipo de planificación urbanística. Las imágenes son de una violencia extrema. Seres obligados a mirar a la cámara frontalmente, cuerpos que son un archivo de fatigas. Como si de ganado se tratara, se fotografía asignando un número a cada núcleo familiar. La crueldad se acentúa cuando la mirada se vuelve hacia los detalles de los materiales de construcción, hacia esa puerta compuesta de retales de tablas y chapas, el encalado que camufla un muro de ladrillo reutilizado, el tejado de cañas desgastadas por el sol, el vano que nos sumerge en la oscuridad de una cueva de Vallecas, los perros merodeando en busca del hueso, el niño con frío en pantalones cortos raídos, y tantas y tantas historias.
El Decreto de Gobierno de 11 de agosto de 1953 y el más importante, el de 19611 fueron planes para revertir la situación. Leídos con atención, no solo nos ofrecen un diagnóstico de la situación urbanística y estructural, también son testimonio fundamental para conocer el lenguaje con el que el régimen se refería (y trataba) a este grupo poblacional.
“En todas las grandes ciudades, en sus aledaños, suelen surgir barriadas de edificaciones elementales, al margen de la técnica arquitectónica y urbanística, de crecimiento espontáneo, habitadas por gente de los últimos estratos sociales. Las barriadas tienen una población generalmente tumultuosa y cambiante, cantera de picaresca, producen en lo político, preocupaciones en cuanto al orden público y en lo moral la angustia de un nivel de vida injustificada”. “(…) el control de sus habitantes es difícil, porque se hallan inmersos en un constante trasiego, para el que tienen especial habilidad las gentes que viven en zonas marginales a la ciudad y a veces a la Ley”.
Esa “cantera de picaresca”, esa “habilidad de las gentes”, la retrató con maestría Carlos Saura en su primera película: “Los Golfos”, 1960. Es cine social protokinki, cine de Saura donde la figura del golfo es central y donde el espectador se sitúa del lado de la picaresca. La historia retrata a un grupo de colegas que realiza toda clase de hurtos y robos con el propósito de recaudar suficiente dinero para convertir a uno de ellos en torero, profesión que les abriría las puertas a un nuevo estatus social y económico. Es en esta dirección donde Pío Baroja ya a finales del diecinueve nos había dado una definición del golfo como:
“… un tipo separado por una causa cualquiera de su medio ambiente
y que reúne en sí mismo todas las aspiraciones de su clase”.
Toda la vivienda social construida en los años 60 no vino sino a acentuar el problema de la desigualdad. Como ejemplo, El Plan de 1961, encargado a la Comisaría General para la Ordenación Urbana de Madrid y sus Alrededores, comprendía la construcción de unas 20.000 viviendas con un coste de 400 millones (80×5 años). Aquello suponía una intervención en más de 111 ha. generando una sobrepoblación que se calculaba en 900 hab/ha.
“Densidad que es el doble de la que en los países de Europa Occidental se permite en los núcleos de viviendas de protección oficial. Hemos creído un deber hacerlo así, sacrificando otros conceptos urbanísticos, para atenernos a las realidades económicas de nuestro país”.
Veinte años después, Saura rodaba “Deprisa, deprisa” cúspide del cine kinki. Barriadas mal diseñadas del extrarradio, juventud evadiéndose a base de drogas, robos de coches y joyerías del centro, amores y sueños truncados. La vida a la que mi tía Silvestra, llegada de un mundo campesino, tuvo que acostumbrarse a ver. Porque ¿de qué les sirvió el conocimiento rural a esa ola migratoria, las tecnologías y saberes populares en la gran ciudad? Silvestra y Antero no lo sabían, pero a partir de ese momento fueron personas sin rostro, peones, cuerpos a explotar en beneficio de la máquina urbana. Y los golfos siguieron luchando por no caer en esa trampa.