«Abanico español de policromado limbo expuesto al mundo sobre el raso azul del Atlántico, las Islas Canarias no son ni esto ni aquello, ni lo de más allá, ni lo de más acá. Sólo un enclave entre tres continentes que constituye meta de todas esas aspiraciones que el turista perfecto busca rodando por diversos países. Mar y cumbre, clima, paisaje, «confort», hospitalidad en la acogida. Todo cuanto pueden ofrecer estos siete continentes en miniatura que son cada una de las islas»
Con esta rimbombante descripción cerraba Juan del Río Ayala uno de los numerosos publirreportajes que confeccionaron el número cinco de la revista Costa Canaria1. Coincidiendo con una época de fulgurante expansión turística del archipiélago, el artículo ―un popurrí de elogios y lugares comunes que quizá no sonara tan manido en la época― termina resaltando el cliché por antonomasia que los criados en las islas durante el boom del turismo de masas hemos escuchado hasta la saciedad: el de Canarias como continente en miniatura.
Más allá de los consabidos “el mejor clima del mundo”2, “el afable carácter del canario”3, o de ser “un enclave cultural entre tres continentes”4, el irresistible eslogan del pequeño continente que ofrece playa, montaña y folclore ha sido desde los años cincuenta5 un gancho para el turista demasiado bueno como para dejarlo escapar. Así, la combinación de unos cuantos condicionantes geográficos que se resaltaron como especiales ―¿acaso no tienen la mayoría de islas del mundo cierta variedad de paisajes?―, hicieron que los canarios no solo interiorizamos la “suerte de vivir aquí”6, sino que fuéramos anunciando las bondades de estas islas afortunadas allá donde íbamos. ¿Estábamos en el fondo basando parte de nuestra identidad en un cuidado ejercicio de marketing?
Imagen promocional del parque temático PuebloChico, en Tenerife Fuente: www.atlanticoexcursiones.com
It´s a small world [after all]
La fantasía del mundo en miniatura fue también lo que inspiró a Walt Disney en su propuesta para el pabellón de Pepsi en la Feria Mundial de las Naciones de 1964 y le llevó a acuñar la famosa frase que daría título a la atracción y la canción que la acompañaba. Pero It’s a small world, que se acabaría convirtiendo en un clásico de los parques Disney, no hacía sino reexplorar la idea sobre la que ya se sostenía el concepto mismo de Disneyland en Anaheim y todos los que estarían por venir: condensar un vasto territorio ―en este caso de fantasía― para hacerlo visitable.
Cuando Disneyland abrió sus puertas en 1955, la idea era que las familias americanas pudieran «viajar por el mundo» sin necesidad de salir del estado de California, y para ello el parque se organizaba en cinco ―hoy nueve― áreas temáticas: Main Street, Fantasyland, Tomorrowland, Frontierland y Adventureland, las cuales combinaban cuidadosamente nostalgia, ciencia ficción y fantasía. Gran parte de la gracia consistía en que los visitantes pudieran crear su propia narrativa, saltando de una zona a otra en una suerte de deriva controlada y segura dentro de los límites del parque: en esta utopía de la condensación, heredera directa de las Exposiciones Universales clásicas, estaría el germen del parque de atracciones tal y como lo conocemos hoy.
Y, en realidad, esa idea de que un día en Disneyland equivale a un viaje al lejano oeste o al castillo de Cenicienta, no difiere mucho de la idea de que un fin de semana en Gran Canaria equivale a darse un paseo por el desierto del Sáhara, un bosque tropical y un poblado colonial. Todo a tan sólo media hora en coche de tu hotel con piscina y desayuno incluido.
Mickey y Minnie Mouse dentro de los Disney Utilidors, 1972. Imagen: Disney. Fuente: www.clickorlando.com
Sin embargo, bajo el urbanismo higiénico que organiza sus zonas temáticas, se esconde un entramado de túneles subterráneos ―nunca abiertos al público― que son, de facto, los encargados de que la fantasía Disney sea funcional. Como un reverso operativo del mundo mágico de la superficie, por estos túneles circulan instalaciones, maquinaria y trabajadores: la gigante subestructura logra que la emoción siga siendo protagonista mientras deja fuera de la vista la incomodidad de los problemas técnicos, que en nada interesa que afecten al visitante. Así, en Disneyland ―ejemplo para el resto de parques de atracciones y, en realidad, espejo para todas las ciudades turísticas del mundo― pudimos aprender una valiosa lección: para que el show pueda continuar es mejor esconder los problemas debajo de la alfombra, a escala urbana.
“Lo local”, un descubrimiento constante
Una miniatura condensa el imaginario de las películas Disney; la otra, un exótico continente lejano. Ambas ―Disneyland y el archipiélago canario― funcionan como territorios de excepción en los que los visitantes prefieren no distorsionar su experiencia con quehaceres mundanos o preocupaciones locales. La idea explorada por Ingersoll, MacCannell o Estévez de que la motivación por la que los territorios turísticos sean preservados, conservados en el tiempo para su exposición en nombre de la autenticidad, es en realidad una justificación para transformar la realidad de la población local: «la miniatura, acaso el tipo de souvenir más popular, condensa a la perfección este mensaje del souvenir; un mundo encerrado dentro de otro mundo, haciendo desaparecer mágicamente, el trabajo y el sufrimiento humanos. Con la miniatura, todo se convierte en un juguete, en un objeto infantil».
Pero, ¿qué es lo que obtienen los turistas a cambio de esta concepción infantilizada de los territorios que visitan? Según MacCannell, nada tangible. Más que culpable directo, el turista es también víctima de la maquinaria turística, y el manido recurso de «lo que quiere el turista» ―en Canarias lo sabemos bien― es en realidad usado como arma política para justificar acciones en su nombre. Los derribos de enclaves populares históricos, como el poblado de Cho Vito o las 40 Casas de Guanarteme, mientras se permiten obras en suelo protegido, como en los casos de La Tejita o Cuna del Alma, dan prueba de ello.
Un joven visitante “descubre” los milagros turísticos de Canarias. Postal turística de San Agustín, 1970. Imagen: www.antoniogarzon.com
Una mezcla perfecta entre el deseo de mantener la tradición y el de construir el mito paradisíaco, un territorio regido por la estética del disfrute en el que la imagen proyectada se antepone al resto de formas de intercambio, vistiendo de inversión económica una cuestión ideológica. Transformando su cotidianeidad en objeto de consumo, los locales del destino turístico ―o los trabajadores del parque temático― ven como su identidad y su territorio son reinventados para que la rueda de la seducción del visitante siga girando.