Hace seis años, o tres ediciones —ya que el tiempo en arquitectura se mide bienalmente—, de nuestra última asistencia a un Festival arquia/próxima. Muchas cosas han cambiado en un lapso de tiempo tan corto. En nuestro caso, estamos mucho más cansados y exhaustos que entonces, como también apuntaba Marina Otero como arranque de su presentación. Un cansancio no solo individual sino que también era enunciado colectiva o planetariamente en forma de un agotamiento de recursos, imaginación y deseo que reclama el rotundo título que da pie a esta edición.
Pero antes de entrar en materia, nos gustaría tomar la palabra al cronista de aquella edición, quien elaboró una taxonomía de asistentes en función de sus vestimentas: una generación llevaba zapatos de cuero y camisa mientras que otra, la más joven, llevaba zapatillas y camisetas negras. Por más que ahondamos en nuestras pesquisas, entre Crocs brillantes, pañuelos palestinos, botas altas, zapatillas o mocasines no fuimos quién para establecer divisiones tan rotundas. Podemos especular con que un pañuelo palestino nos habla de un compromiso político ante un genocidio transmitido en tiempo real, unas botas de trabajo apuntan a una conciencia de clase donde el arquitecto no es más que un trabajador más dentro del engranaje de la construcción frente a los mocasines de gamuza que pueden reivindicar un planteamiento más ilustrado, o las Crocs como una prolongación de un trabajo que difumina los límites entre lo laboral y lo doméstico. Sea como fuere, y con esa crónica en mente, en esta ocasión cambiamos nuestras zapatillas con cámara de aire y camiseta negra por zapatos lustrosos y camisa. Conscientes ya del tiempo de descuento de nuestra condición de próximos y, como esos cantantes pop que tras la crisis de los cuarenta se enfundan en traje, camisa blanca y piano de cola para cantar baladas, nos dirigimos hacia la calle Tutor, sede de la Fundación y también de esta novena edición del festival.
IX Festival arquia/próxima, Deseo. Fotografía de Ángela Losa.
Del deseo a los deseos
Arrancó esta novena edición con unas breves palabras de la directora de la Fundación, Sol Candela, donde podía verse el genuino interés por parte de la institución de mapear, recoger y valorar prácticas emergentes dentro de una disciplina con unas inercias y tiempos que convierten el término joven en algo laxo y maleable. Un festival que recién estrena la mayoría de edad y que desde el 2006 ha ido ayudando a definir y proteger unas prácticas que, englobadas dentro del término “realización”, van mucho más allá de la obra construida.
Candela dió paso a Marina Otero, comisaria de la edición y auténtica maestra de ceremonias, capaz de guiar las diferentes mesas y ayudar a desentrañar la premisa aparentemente simple que englobaba a esta edición: el deseo. En tiempos de excesos discursivos y complejidad oscura se agradece la rotundidad del planteamiento de un término, tan aparentemente simple como cargado de significado: ¿Cómo hacerse cargo del deseo tanto individual como colectivamente en un momento de agotamiento planetario? Agotamiento de recursos, de energías, de imaginación política y de nuestros propios cuerpos movilizados por una serie de deseos compulsivos que siempre quieren más. ¿Hay alternativas?
En un momento de discursos monolíticos donde las plataformas digitales donde se produce y difunde arquitectura establecen un canal unidireccional de declaraciones y relatos en torno a los proyectos, esta edición reivindicó una suerte de diálogo aprovechando el encuentro. El encuentro como una forma de seguir bailando las ideas y pensando en común en torno al deseo o, mejor dicho, las diferentes formas de enunciarlo, sus matices y conflicto. Un planteamiento donde, por encima de los proyectos, se intentaba responder preguntas colectivamente lanzadas tanto por parte de la comisaria como de los diferentes miembros del jurado que la fueron acompañando en las sucesivas mesas. Un acierto de formato que, frente a la sucesión constante de diapositivas, convertía cada mesa en una voz colectiva, viva y múltiple; donde los relatos de cada realización podían ser escuchadas desde otras coordenadas. Otro acierto fue la capacidad de Otero de aterrizar el tema desde la curiosidad, planteando preguntas genuinas desde la crítica y el humor, reduciendo la solemnidad de esta clase de eventos y generando una cercanía muy agradecida. Así, cinco mesas estructuraron la mañana, cada una de ellas con una selección en sintonía en base a temas que cada realización iba representando: economías del deseo, inteligencias materiales, aspiraciones domésticas, disfrute público y dimensiones afectivas. Los títulos eran un primer aterrizaje desde lo abstracto del deseo a aspectos mucho más concretos de él, encarnados en las decisiones proyectuales, materiales o económicas que había detrás de cada realización.
Nuevos deseos y placeres culpables
Se pregunta Alcalá Norte dónde está la abundancia, si en el ahorro o en el derroche y es una pregunta que también podríamos hacernos tras escuchar las diferentes mesas y realizaciones. Ahorro de materiales, de emisiones, conciencia sobre el ciclo de vida, las distancias y procedencia son ya vocabulario común en una generación que pone estas cuestiones en el centro de la producción, y no solo del discurso, independientemente de la escala y magnitud de la realización. Abrazaderas y tubos de instalaciones, piezas de hormigón reciclado, piedra local o los restos de polvo de una cantera son manipulados para convertirse en una arquitectura abierta a la transformación, como afirma Ricardo Carvalho, miembro del jurado. Si la modernidad, y sus fantasmas contemporáneos, plantean un recorrido lineal e inmutable de la arquitectura, aquí las metáforas eran circulares, colectivas y difusas, sistemas donde la autoría individual daba paso a una conjugación de saberes y disciplinas técnicas capaces de descifrar las huellas de cada obra. Parece que la selección de este año contrasta con las grandes figuras que han acaparado portadas de revista o ahora seguidores en redes sociales, comprometiéndose con procesos públicos, decisiones políticas instituciones gubernamentales y procesos colectivos de una manera seria y responsable.
Es verdad que toda norma tiene una excepción y, en este caso, la mesa Aspiraciones domésticas obvió completamente este nuevo repertorio disciplinar. Por más que Manuel Clavel, miembro del jurado, defendiese a capa y espada el papel de lo privado como motor de la arquitectura contemporánea a través de cifras y volúmenes de negocio, es verdad que fue significativa la ausencia de todas estas preocupaciones del debate que se dió, al igual que prácticamente de voces femeninas. Si la vivienda de promoción pública es un campo de batalla de modelos domésticos y familiares diversos, como mostraba la realización premiada “48 viviendas en Magaluf” de lloc arquitectes, parece que la vivienda de promoción privada (y unifamiliar, especialmente) no comparte diversidad, preocupaciones ni terminología. Se empleó en ocasiones un arsenal de términos propios de la modernidad y su juego correcto, sabio y magnífico de los volúmenes bajo la luz —que pareció poseer a alguno de los participantes definiendo su obra a través del espacio, la luz y la belleza—. Así pues, parece que las crisis de recursos, energéticas o de acceso a la vivienda quedan al margen de este tipo de realizaciones donde el lujo y la abundancia —old money o neopovera, high-tech o industrial, rústico o gentrificado…— se confunden con el derroche.
Planificar el deseo desde lo público
En un momento de tantísimo cuestionamiento a la iniciativa pública —reducida en palabras de algún miembro del jurado a algo residual respecto a la promoción privada—, donde las grandes viviendas privadas copan portadas de revista y streamers, influencers y cineastas nos tienen acostumbrados a house tours, y donde las banderas del anarcocapitalismo y motosierras populistas han ido enrareciendo el debate y la imaginación política, es un enorme alivio que el jurado haya decidido premiar ex aequo dos realizaciones de promoción pública. Las premiadas fueron el Eix Verd de Consell de Cent, de las catalanas Cierto Estudio y B67 Palomeras Arquitectos, y las 48 viviendas en Magaluf, de les baleares lloc arquitectes. Una selección mediterránea que es imposible desligar de los contextos políticos y administrativos que las han posibilitado, y a los que se ha hecho referencia directa.
Dos realizaciones modernas, en el sentido estricto de la palabra, y rotundamente contemporáneas. Modernas porque nacen del núcleo de dos preocupaciones que la arquitectura hace suyas hace algo más de un siglo: la preocupación por una vivienda accesible a sectores que nunca habían sido materia arquitectónica; y la planificación urbana del espacio público. Contemporáneas porque, frente a la rigidez dogmática de postulados funcionalistas —supeditados a la estandarización exacerbada del hombre moderno, a la ordenación industrial de sus acciones— ambas propuestas proponen una revisión crítica del núcleo: en el caso de las viviendas proponiendo espacios indiferenciados, donde muchos tipos de familia o coexistencias domésticas puedan tener lugar; y en el caso del eix verd atentando directamente contra un icono del urbanismo ilustrado como es la planificación de Cerdá, alterando la relación entre peatones y vehículos a motor.
No sabemos a ciencia cierta si el jurado premió una relación fructífera entre arquitectura, diseño e imaginación política desde la administración local y autonómica, pero queremos pensar que así fue. Las experiencias desarrolladas en el IBAVI (Institut Balear de l’Habitatge), la audacia del ejecutivo barcelonés de “los comúns”, así como otras realizaciones que participaron del festival planteaban estas sinergias no exentas de conflictos como una vía más de resistir colectivamente al realismo capitalista de promoción privada y grandes firmas.
Futuros perdidos y deseos por construir
Tal vez no fuimos los únicos que, como Melendi o Bisbal, nos pusimos zapatos y camisa en esta edición. Había un tono de madurez y seriedad en las propuestas seleccionadas, en su magnitud y en su manera de contarlas. Propuestas que, generacionalmente se habían fraguado viendo como en otras ediciones (no sabemos si por la falta de producción normativa debida a la Gran Recesión, a las propias propuestas curatoriales o que no hay arquitecto que pueda contener su deseo más primario ante un perfecto rejuntado de bloque visto) el abanico de prácticas resultaba algo más diverso. Si arquia/próxima ha servido como un termómetro de preocupaciones, a modo de un mapeado de laboratorios de pruebas y realizaciones, podemos decir que muchas de las preocupaciones de la última década se han ido decantando, bajando al fango y comprometiéndose a pie de calle abandonando prácticas más discursivas para encarnarse en explanadas y urbanizaciones, mapas de recursos y lógicas constructivas, prácticas materiales que beben de una serie de preocupaciones políticas que fueron muy contestadas en la última década. Podemos ver aquí una investigación que, por suerte, va mucho más allá de lo académico o lo especulativo, que abandona los planteamientos individuales para desdibujarse en saberes e inteligencias colectivas.
Hay, sin embargo, un cadáver en la habitación en estos últimos doce años de festival de los que tenemos conciencia desde haber sido asistentes como estudiantes en A Coruña en 2012. Y ese cadáver es el de lo común. Un término que escapa del binomio entre lo público y lo privado, que posibilita formas propias de organización y construcción del espacio que ha tenido un peso central en buena parte de las prácticas jóvenes aglutinadas en torno a los colectivos y que, hoy por hoy, son una especie en extinción. Si el pulso de esta edición planteaba en términos antagonistas un enfrentamiento entre lo público y lo privado, ¿dónde quedan estas otras vías y prácticas posibles? ¿Dónde están esos futuros perdidos? Nos negamos a pensar que el único camino posible a estas prácticas haya sido el mismo que el de un cantante de boyband de los noventa: quitarse las mechas rubias y enfundarse un traje de seriedad impostada. Creemos, y lo hemos escuchado durante el festival, que buena parte de las lógicas y maneras de hacer, las preocupaciones políticas efervescentes de la pasada década han sido canalizadas hacia planteamientos institucionales, bien favorecidas por una serie de administraciones cómplices o bien por la propia sostenibilidad de medios de vida.
Si la nostalgia es una condición contemporánea, un sentimiento que crea los marcos para echar la vista atrás y especular con futuros perdidos por las sucesivas crisis y olas de neoliberalismo, es también un motor de recuperación de deseos tanto individuales como colectivos, ya lo dice Grafton Tanner. Una nostalgia productiva no para retornar a un pasado moderno (por más que se colasen cacofonías corbuserianas) sino para tomar aquellas propuestas que han sido arrasadas de la modernidad y retomarlas críticamente, abriendo los públicos, clientes y preocupaciones para elaborar nuevos deseos que nos permitan navegar un presente asediados por múltiples fantasmas. Una nostalgia que, en este caso, mira hacia lo público como un valor a proteger, al que exigir y con el que comprometerse políticamente a través del diseño arquitectónico. Y las diferentes realizaciones de esta edición tienen precisamente esa capacidad de convertir ese deseo nostálgico en un destello de potencialidad para imaginar nuevos deseos, repertorios y prácticas con los que reconstruir el mundo que nos rodea.