“Hemos construido la casa sin haber desencantado primero el cementerio sobre el que está construido.”
Layla Martínez
La escena se repite, prácticamente sin variación alguna. Una casa, noche cerrada, el silencio y calma propio de la hora que marca el reloj. El minutero apenas roza las 03:33 de la madrugada cuando esa situación estática cambia por completo. Un ruido, un estallido de un cristal, un mueble que se mueve con violencia o simplemente un televisor que se enciende para emitir un canal con ruido estático. Sabemos perfectamente lo que pasará a continuación, no hace falta seguir describiendo. Otros habitantes de ese lugar, sea un piso de una vivienda colectiva de Vallecas donde una adolescente ha coqueteado con el tablero de la ouija, una mansión victoriana que ha visto tiempos mejores o un genérico chalé suburbano donde se ha cometido un crimen, toman, por unos instantes, el control de una vivienda en la que habitan pero ya no les pertenece. Tras una serie de sucesos de todo tipo, agua bendita, sensores paranormales y alguna que otra desgracia, todo vuelve a la normalidad. Aquellas otras entidades vuelven a ser expulsadas a los márgenes de la existencia para que todo continúe según dicta la norma. Así, la familia, por lo general heterosexual, en edad productiva, con hijos de pelo rubio y profesiones liberales, pueden seguir con su vida en ese espacio. Hasta que, quién sabe cuando, esas ausencias vuelvan a manifestarse.
El terror es, sin lugar a dudas, el único género capaz de explicar los espacios que habitamos en la actualidad. Las múltiples violencias que atraviesan el entorno construido en todas sus escalas hacen que solo sea posible imaginar metáforas espaciales que nos lleven desde el horror cósmico de Lovecraft hasta el gótico victoriano pasando por la inefabilidad nauseabunda del genocidio de Gaza. La gran pregunta es, ¿con quién nos identificamos en el relato? ¿Quién es realmente la víctima en este proceso? ¿Es posible que, observando con detenimiento a esas presencias difícilmente rastreables, sutiles en origen —y cuyas demandas no son atendidas hasta que la situación se vuelve insostenible— podamos ampliar el rango de habitantes y usuarias que pueblan el espacio que habitamos?
Escena de la película Poltergeist de 1982 dirigida por Tobe Hooper.
Si una casa ha llamado la atención en los últimos años es la que está situada en un lugar indeterminado de Castilla La Mancha, de paredes crujientes y sombras anidadas en el espesor de las paredes y rincones oscuros. En esa casa, narrada por Layla Martínez en Carcoma1, se produce este giro que nos hace abrazar lo monstruoso porque lo que realmente produce miedo y terror son las condiciones estructurales que han dado forma a esta casa y los habitantes que viven en ella. Cuerpos en cunetas y violencia patriarcal que encuentran refugio, pero también una suerte de justicia espacial llevada a cabo por abuela y nieta, frente a los traumas intergeneracionales sufridos en dicho espacio doméstico.
Una escena imborrable de la retina para toda una generación es el de aquel rostro blanco de niña arrastrado a otro plano de la realidad por una serie de espíritus englobados dentro del término poltergeist. Una película que narraba las vicisitudes de una familia suburbana norteamericana ante una serie de incómodas presencias que se manifestaban a través de golpes, encendidos de luces y violentos lanzamientos de muebles —algo terrorífico para una familia boomer norteamericana pero, por otra parte, el pan de cada día para toda una generación de jóvenes en pisos compartidos—. Si bajásemos al sótano de esa casa arquetípica, si cavásemos en las profundidades de su solera, rápidamente nos daríamos cuenta del verdadero terror encarnado en las paredes de la vivienda. Esas manifestaciones paranormales no eran más que el resultado de un violento proceso de genocidio de nativos norteamericanos donde ni siquiera sus cadáveres habían quedado a salvo del afán colonizador estadounidense y los terrenos de sus cementerios habían sido recalificados como urbanizaciones de lujo suburbano. Ante el terror que nos asola con cada nueva noticia que llega desde el genocidio en streaming que se está produciendo en Palestina, con cada nuevo asentamiento y kibutz israelí, solo nos queda soñar con la ficción y con una justicia espacial paranormal que pueda resarcir, aunque sea por unos instantes de terror, la violencia que se está llevando a cabo a través de la arquitectura doméstica. Aquella donde todo huele a la normalidad más deseable e inquietante.
No hay nada más terrorífico que una mujer haciendo cosas —y casas—. O eso, al menos, es lo que debió pensar buena parte del canon moderno de la arquitectura hasta bien entrado el siglo XX —incluidos los ecos cacofónicos que aún son captados en la actualidad si se presta la suficiente atención—. Y así lo plasmó también la ficción y la leyenda en torno a la señora Winchester, una arquitecta amateur con el dinero suficiente como para modelar y remodelar durante cerca de cuatro décadas una mansión victoriana. Resultaba más fácil elucubrar con toda suerte de maldiciones y deseos oscuros que con una voluntad por transformar a su gusto, y libre ya de maridos que entorpeciesen sus criterios, el espacio que habitaba. O, más difícil aún, imaginar la posibilidad de una cierta solidaridad entre clases con las más de dos decenas de familias de carpinteros que, gracias a su trabajo remunerado y constante, pudieron subsistir en un contexto de máxima escasez. Desposeída del halo terrorífico impostado por los cánones de la época, constituía un taller donde experimentar arquitectónicamente con diferentes estilos, configuraciones y espacios. ¿Cómo no empatizar con la antagonista de la historia en este caso?
Y, ¿cómo no hacerlo con aquel Michael Keaton de los años noventa que se enfrentaba a sus caseros en De repente, un extraño? ¿Quién, ante la subida del precio por metro cuadrado y las condiciones cada vez más abusivas de propietarios, fondos de inversión y viviendas de uso turístico, no ha deseado ejecutar una venganza para reclamar sus derechos recogidos en la carta magna y sacar algún beneficio de ello que revierta una situación asfixiante? El mal puede tener una forma incorpórea y espectral, sí, pero este se parece más a una legislación que no es garantista o a productos financieros que han arrastrado a la muerte a infinidad de personas o a situaciones de vulnerabilidad extrema. Si un exorcismo es una forma de expulsar a una presencia molesta de un espacio que ya no le pertenece, este en la actualidad toma forma de ejecución hipotecaria o de empresa de desokupación y no de crucifijos y oraciones en latín. Y, ante esta situación de injusticia ¿cómo no abrazar las sombras y ponerse al otro lado en un ejercicio básico de solidaridad y empatía?
Fotograma de la película Candyman dirigida por Nia Dacosta.
El terror no solo explica el espacio doméstico, sino que podemos extenderlo a escalas más amplias o, incluso, a las condiciones materiales en las que la arquitectura contemporánea y la ciudad se construye. Nos habla también de las violencias implícitas y explícitas en los procesos materiales de construcción de la ciudad y sus edificios. Así lo cuenta Arde Torrevieja2 para evidenciar la violencia de la industria de la construcción y el turismo o la última secuela de Candyman para reivindicar los fantasmas presentes en los procesos de gentrificación urbana. La lista podría ser infinita, y las escalas también, desde las ratas que habitan las paredes3 de una vivienda con entramado de madera buscando un cobijo interespecie a la catástrofe climática planetaria tan prolífica durante la década de los 2000. Y, en todas ellas, tan solo nos haría falta un pequeño ejercicio de empatía para abrazar la posición del otro.
El trauma permite hacer aflorar las memorias ausentes, tapadas, escondidas de las historias de un lugar. ¿Qué pasaría si la próxima vez que escuchásemos ese ruido, ese arañazo siniestro sobre la superficie de hormigón, esa vivienda en ruinas por un pelotazo urbanístico que nunca llegó a terminarse, ese trozo más limpio de acera donde alguien se suicidó tras ser desahuciado sin alternativa habitacional, prestásemos más atención? ¿Qué otras usuarias del espacio que nos rodea seríamos capaces de vislumbrar? Tan solo tendríamos que pararnos a escuchar con detenimiento tras preguntar ¿hay alguien ahí?