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Desantropocentrar el espacio construido

Cuando las necesidades de las usuarias del espacio urbano quedan sometidas a los intereses de un modelo que orbita alrededor de la comodidad del arquetipo de agente productivo, la diversidad queda pisoteada en favor de una normatividad poco representativa. Lo que este texto viene a señalar es que la diversidad de las usuarias y habitantes de la ciudad no se reduce a la especie humana. Aunque históricamente haya persistido el empeño de establecer una separación radical, dicotómica y aséptica entre lo humano y lo no humano, el mundo real es mucho más plural que ese imaginario. La frontera entre el entorno natural y el entorno construido es difusa, es permeable y no atiende a los límites de la teoría.

Así, palomas, ratones, cotorras, murciélagos, cuervos, ratas, abejas, gaviotas, ardillas, urracas, jabalíes, patos, vencejos, topos, lagartos, gorriones, ranas, zorros, libélulas, mirlos, salamandras, mapaches, estorninos, cisnes, erizos y muchos otros animales encuentran su hogar en toda clase de espacios urbanizados y entornos construidos. Habitan lugares visibles e invisibles y aprovechan todo lo que les resulta útil incluso donde los medios predominantes son el hormigón y el asfalto. Parques, jardines, estanques, fachadas, cornisas, escombros, alcantarillas, cuadros eléctricos, huertos urbanos, desvanes, sótanos, garajes, almacenes, antenas, grietas, muros o vertederos son ejemplos de espacios artificiales donde los animales silvestres se instalan en busca de cobijo o alimento. Sin embargo, al quedar por lo general fuera de toda planificación urbana y al desafiar el imaginario que solo concibe y aprueba su existencia en lugares que coincidan con lo que tradicionalmente se ha entendido por “naturaleza”, los animales salvajes que habitan la ciudad son muchas veces vistos como seres desnaturalizados que ocupan e invaden un espacio que no les pertenece. Exceptuando a animales de especies percibidas como útiles o carismáticas, como algunos insectos polinizadores o las aves que se encuentran típicamente en los estanques de los parques, su presencia suele despertar más desagrado y molestia que consideración y empatía. Despreciados por ser capaces de existir donde no son bien recibidos, los motivos de su presencia se vuelven irrelevantes. No importa si no tienen elección y viven en la ciudad porque sus hábitats originales han sido destruidos, si son especies introducidas por los propios humanos, si solo están migrando a otro lugar, si su presencia en asentamientos humanos ha sido constante durante milenios, si las condiciones en la naturaleza son más hostiles o si, como en el caso de las palomas, existe la influencia de un pasado de domesticación: sus intentos de no morir de hambre, sed, frío o calor pasan a percibirse como desafiantes y se normaliza ejercer violencia contra ellos cuando producen algún daño material, por trivial que sea, o cuando se cree que pueden llegar a causar algún tipo de conflicto. Dado que la capacidad de padecer sufrimiento es algo generalizado en el reino animal, las consecuencias de esa falta de consideración se traducen en que muchos de los animales que habitan la ciudad viven y mueren de manera miserable a causa de daños antropogénicos que se suman al sufrimiento naturogénico de base.

Ante este panorama, una revisión antiespecista y más inclusiva de la idea de que la planificación, el diseño y la gestión del espacio urbano deben tener en cuenta a los sujetos a los que afectan para no generar vulnerabilidad y sufrimiento requiere incluir también los intereses de los animales. Si el sufrimiento es importante en sí mismo, no hay motivo para pensar que el sufrimiento animal es irrelevante. Los animales, en cuanto sujetos que se ven afectados por la configuración del espacio construido, merecen entonces que las prácticas espaciales tengan en cuenta sus problemas. Esto no exige empezar de cero sin mirar atrás, sino imaginar y generar formas de convivencia espacial en las que el bienestar de los habitantes no humanos de la ciudad no sea algo secundario o insignificante. En este proceso, las prácticas espaciales tienen que formar parte de un diálogo continuo con saberes que, como la ecología, la ciencia del bienestar, la veterinaria, la biología, la etología o la psicología comparada, sean capaces de comprender las necesidades de los individuos de distintas especies animales. No hay una solución universal para todos los problemas, pero sí hay todo un espectro entre lo que se hace y lo que se podría llegar a hacer. Merece la pena preguntarse qué fórmulas alternativas se podrían aplicar a la ciudad inclusiva con su propio carácter multiespecie, y conviene aquí superar la idea de que la preocupación por el bienestar animal y la promoción de la biodiversidad son lo mismo. Aún entendiendo la biodiversidad como algo valioso, las medidas que la promueven pueden entrar en conflicto con la protección del bienestar de los animales al provocar explosiones demográficas en entornos con recursos esenciales insuficientes, al fomentar la aparición de especies generalistas con tasas de mortalidad muy elevadas, al aumentar los conflictos intraespecíficos e interespecíficos, al favorecer la transmisión de enfermedades y parásitos en un intento de mejorar la conectividad entre espacios verdes, al acercar a los animales a zonas que puedan ser peligrosas para ellos… Verdificar y desantropocentrar no son procesos equivalentes, pero más allá de la puntualización, lo importante es el valor de las arquitecturas como herramientas mediante las que intervenir positivamente en las vidas de los animales. Queda en manos de las prácticas espaciales y de los saberes con los que entran en diálogo la responsabilidad de investigar los pros y contras de cada propuesta para imaginar futuros mejores esquivando consecuencias poco deseables. Ante la dificultad del impulso inicial, hay medidas sencillas, poco experimentales y no conflictivas con los intereses humanos que ya se han puesto en práctica y que pueden servir como punto básico de partida, como la construcción de pasos de fauna urbanos, palomares ecológicos o madrigueras y nidos artificiales, la creación y protección de zonas que sirven de refugio climático, la instalación de rampas más o menos sofisticadas en fuentes, estanques y piscinas o la modificación del suelo o de su uso con procesos de despavimentación y peatonalización, por poner algún ejemplo.

Los animales salvajes merecen existir en el entorno urbano sin ser despreciados y sin correr constantemente el riesgo de ser pateados, atropellados, mutilados, exterminados, intoxicados o expulsados de sus hogares. Ante su vulnerabilidad: consideración, cuidados y protección.

Por:
Iria Murado Carballo es investigadora predoctoral en el grupo Episteme de la Universidad de Santiago de Compostela, graduada en Filosofía (UNED) y máster en Filosofía Teórica y Práctica en la especialidad de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia (UNED). Trabaja en el área de la ética animal, centrándose en la consideración moral de los animales salvajes con un enfoque largoplacista.

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