La nave espacial del suburbio: astronautas, amas de casa y otres usuaries

La relación entre «usuario» y «arquitectura» (en un sentido amplio) resulta especialmente obvia en el caso de los viajes espaciales y la vida fuera del planeta, pues es la mera supervivencia del organismo la que está en juego. Es como cuando les humanes se aventuran a adentrarse en entornos terrestres inhóspitos (como fondos oceánicos, lugares de calor o frío extremos, etc.): dependen por completo de un microambiente diseñado para su supervivencia básica, minuto a minuto. Una forma común de entender la existencia fuera del planeta es, como dice Tim Maly, «construir una pequeña burbuja de tierra y dejarla caer en cualquier viejo mundo alienígena. Podemos enviar a la gente a estos entornos y, siempre que las paredes no se caigan y el aire no se acabe, tendrán todas las comodidades del hogar”.

Este método protésico-arquitectónico, sin embargo, no es perfecto. En un ensayo de 1960 —considerado el texto fundacional de los estudios cíborg— Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline sostienen que “las atmósferas artificiales encapsuladas en una especie de recinto constituyen sólo una contemporización, una contemporización peligrosa, ya que nos colocamos a nosotres mismes en la misma posición que un pez que lleva consigo una pequeña cantidad de agua para vivir en la tierra. La burbuja estalla con demasiada facilidad”. Depender, de esta manera, de la creación artificial y la importación de condiciones ambientales amables excluye “largos períodos de viaje fuera de un ‘útero espacial’”.

Más que crear un ambiente-burbuja para encapsular y dar soporte temporal al cuerpo, como Clynes y Kline proponen, podríamos adaptar el cuerpo del astronauta al ambiente extraterrestre: “Si el hombre intenta adaptarse a las condiciones del espacio en vez de insistir en llevar el ambiente entero consigo, aparecen muchas nuevas posibilidades”. Proponen que el ser humano debería “usar su inteligencia creativa para adaptarse a las condiciones del espacio que explora en lugar de llevarse consigo tanto ambiente terrestre como sea posible. Esto se consigue con el cíborg, una extensión de controles orgánicos homeostáticos a través de la técnica cibernética”. Esto es, por tanto, antropomorfizar más que terraformar —las especies como un proyecto inacabado y el cuerpo como una especie de material de construcción territorial—.

Los autores proponen un amplio espectro de modificaciones potenciales para ayudar a desatar al astronauta de su arquitectura y adaptar al humano al rigor del viaje espacial: desde la hibernación inducida artificialmente hasta regímenes más sencillos de “estimulación y diferencia sensorial”. Como era típico en los años sesenta, muchas de estas intervenciones sobre la encarnación propuestas se concebían alimentadas por drogas experimentales —y, por tanto, introduciendo un entendimiento diferente del usuario—. Clynes y Kline coqueteaban con la idea de usar una “sustancia anestésica del grupo de la cocaína” para ayudar a la desorientación sensorial causada por la ingravidez, por ejemplo, y reivindicaban el uso de energizantes psíquicos como anfetaminas para acrecentar el desvelo y la eficiencia en viajes largos y poco estimulantes. 

Esta era, claro, la época del “enciende, sintoniza, abandona” y del “se vive mejor con la química”. Hasta cierto punto, la contracultural radical y el estado militarizado compartían interés por los estados alterados de conciencia —la CIA, por ejemplo, investigaba las posibles aplicaciones del LSD y la hipnosis en la tortura psicológica durante la Guerra Fría—. A lo largo del espectro ideológico había un gran interés en el potencial inexplorado de las sustancias controladas y en el uso de fármacos ilícitos para el aprovechamiento de la plasticidad del cuerpo. Esto condujo a una especie de astronáutica ácida, donde los intereses de la investigación “excéntrica” coincidían con las operaciones del poder duro.

Pero hay otro usuario en esta mezcla, otra figura totémica de la Norteamérica de posguerra, cuyas cualidades cíborg son en ocasiones pasadas por alto: me refiero al ama de casa suburbana. Es más, sugiero que el astronauta, el hippie y el ama de casa simbolizan el icónico triunvirato de la psiconáutica estadounidense de mitad de siglo. Al igual que el astronauta, esta combatía los efectos de la invariabilidad sensorial, enclaustrada indefinidamente en una vivienda unifamiliar y manejando todo tipo de tecnologías en condiciones de aislamiento arquitectónico. La aproximación de los profesionales de la biomedicina más puntera aquí fue bastante similar: recetas de fármacos para recalibrar al sujeto encarnado —pionero en la Nave Espacial Suburbial— para adaptarlo mejor al ambiente.

Anuncio de 1967 de Serax, ahora Oxazepam, una benzodiazepina, usada para el tratamiento de la ansiedad y el insomnio y en el control de los síntomas del síndrome de abstinencia alcohólica.

Como explica Paul B. Preciado, los expertos recomendaban “el uso de sedantes para inducir el sueño, especialmente Benzedrina [sulfato de anfetamina] para recuperar la energía”. La idea era producir “en el sistema sensorial del ama de casa la intensidad y la variedad” de la experiencia de una vida social, cívica e intelectual activa y completa —sin cambiar realmente sus condiciones materiales—. El astronauta y el ama de casa eran similares: en el espacio del cíborg, un conjunto de adaptaciones no hereditarias y dos enfoques con diferentes declinaciones de la noción de la reingeniería del sujeto encarnado. En ambos casos la idea es adaptar el usuario al ambiente en vez de hacer el ambiente a la medida del usuario: las intervenciones farmacéuticas adaptan el espacio cíborg a sus condiciones mientras que disminuye su confianza en la arquitectura y ayuda a reconciliar al cíborg suburbano al rigor y las restricciones de burbujas domésticas de las que no puede escapar. 

Los dos ejemplos permiten revisar nuestras ambiciones antropoconstitutivas. Nos muestran la necesidad de formular cuestiones relacionadas con la autonomía corpórea —nuestro derecho de reivindicar agencia sobre nuestros cuerpos y determinar la trayectoria de su manipulación—. En el contexto de las condiciones que dan forma a cómo esta autonomía puede desplegarse, ¿qué vidas están siendo ajustadas a qué condiciones sociales? ¿En base a los intereses de quién? ¿Y bajo el empeño de quién? ¿Qué formas de vida nos permitirían construir mejores arquitecturas y mejores cíborgs? ¿Y cómo podemos valorar las posibilidades de adaptación de la antropomorfosis sin ignorar la importancia de crear mundos que no requieran, de mano, tal adaptación? Como quiera que afrontemos estas cuestiones, está claro que el usuarie encarnade debe estar en el centro de la discusión.

Por:
(Reino Unido, 1983) es profesora asociada de medios y comunicación en la Universidad de West London. Sus líneas de investigación incluyen tecnologías digitales, políticas reproductivas y el futuro del trabajo. Entre sus libros se incluyen Beyond explicit: Pornography and the displacement of sex (SUNY Press, 2014) y Fat Sex: New Directions in Theory and Activism (Routledge, 2015). Recientemente, publicó junto a Nick Srnicek, After Work. A History of the Home and the Fight for Free Time (Verso, 2023), publicado en castellano como Después del trabajo. Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre (Caja Negra, 2024). Hester es miembro del colectivo feminista internacional Laboria Cuboniks, formado por expertas de distintos ámbitos de conocimiento: artes visuales, programación, filosofía, arqueología o diseño.

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