En matemáticas, la topología es una rama que se enfoca en el estudio de las propiedades de las figuras que permanecen inalteradas bajo transformaciones continuas.1 Esas transformaciones incluyen procesos como el estiramiento, la contracción o la deformación, siempre y cuando estas transformaciones conserven la continuidad de la figura. Por ejemplo, según la topología, una esfera que se estira para convertirse en una elipse conserva sus propiedades. Sin embargo, la topología no considera propiedades geométricas como la longitud, el área o el ángulo, ya que las propiedades más importantes para esta rama con la continuidad y la conexión de las formas. En el reverso de lo topológico encontramos lo no-topológico: aquellos objetos fragmentados, con partes discontinuas o desconectadas entre sí, abruptos. Intento buscar información sobre si un objeto puede ser topológico y no serlo de forma simultánea, pero son categorías excluyentes. Sin embargo, empiezo a pensar, desde la protección de la metáfora, que es posible que sí exista algo que sea y no sea topológico a la vez, y que tiene que ver con la continuidad y la constante transformación que experimentamos como sujeto e identidad al traspasar esta interfaz de la realidad y aparecer en la interfaz conectada que representan Internet y los espacios virtuales.
En Internet, una persona puede ser un sujeto topológico y no topológico a la vez. Permanece como sujeto topológico en la medida en la que su forma física y social no cambia a efectos analógicos, es decir: en Internet yo puedo elegir ser bunny_2836374 y ser una escolopendra con cabeza de conejo de Pascua, pero en la vida analógica, fuera de la pantalla, sigo teniendo una forma que me define (normalmente sin mi consentimiento) y un nombre y unos apellidos que ratifican mi existencia. Mi identidad puede cambiar en Internet, pero dentro del sistema social que ha fijado mi identidad en un documento, yo permanezco intacta. Tumbada en el sofá mientras me pierdo en el laberinto del scroll, tengo un cuerpo en apariencia estático. Si mi avatar en Los Sims, Second Life o en VR Chat se corta el pelo, mi yo tumbado en el sofá conserva el pelo de la misma longitud. Si decido ser un centauro o un ciervo, mi piel analógica no ve crecer un repentino pelaje. Soy la misma con otra forma: la superficie de mi identidad no se agujerea ni se rompe. Si jugando a un videojuego me eliminan, no me esfumo de mi casa dejando a mis familiares totalmente anonadados de mi desaparición. Existo más allá de la traducción virtual que se hace de mí.
Sin embargo, al mismo tiempo, sucede que lo virtual e Internet me permiten constituirme como sujeto no topológico. El espacio virtual me permite fragmentarme de maneras que la realidad analógica no permitiría. Puedo tener cientos de cuentas de correo electrónico, nombre de usuarios, perfiles en redes sociales de distinto tipo, avatares, contraseñas. Puedo habitar, simultáneamente, el tiempo de Madrid, Hong Kong y Sídney. Puedo cruzar la pradera de un videojuego hiperrealista en segundo plano mientras espero que mi ordenador acabe un proceso o mientras me aburro profundamente en una eterna e innecesaria reunión por videollamada. Puedo trabajar, comprar y consumir noticias casi a la vez. En Internet me fragmento y expando, me desdoblo en mis nombres de usuario, en los metadatos que dejo esparcidos como miguitas de pan que indican a otros los caminos que he tomado, y que a veces suponen direcciones distintas e incluso contrarias. Por ejemplo: visito páginas en Instagram que fomentan la salud mental y luego consumo imágenes de otras personas con las que me comparo y me hiero, lo que me hace pensar que, si alguien tuviese que trazar un mapa de mis caminos en Internet, tendría, en el mejor de los casos, forma de toroide, y en el peor, de triángulo de Penrose, de cubo imposible. Sin embargo, esto me hace pensar en la vida fuera de la pantalla, en la que también cambio de forma y mi superficie se agrieta y se bifurca, donde nunca soy la misma. Y me pregunto si la tajante diferenciación que trazamos de la experiencia fuera y dentro de las interfaces no es tan solo una deriva, una prestidigitación, que nos distrae del hecho de que tampoco sabemos exactamente de qué manera vivimos y ocupamos los espacios analógicos, incapaces de asumir cuantas veces al día cambiamos y tenemos necesidades muy distintas, cuantas veces me siento en mi espacio de trabajo mientras de forma vívida ocupo el espacio del soñar despierta que pertenece a la imaginación, el primer prototipo de realidad virtual.
En Internet y en los espacios virtuales, a priori, tenemos formas y comportamientos que la vida analógica no puede contemplar, ya que la vida analógica no permite las posibilidades de ruptura del espacio y del tiempo que sí permite Internet. ¿Cómo se tienen cincuenta pestañas abiertas fuera del ordenador? ¿Cómo ser todos mis avatares y a la vez yo misma? ¿Es posible mantener abiertos, pero dormitando, cientos de procesos mientras que tan solo uno toma protagonismo? Tal vez sí. Yo también metabolizo sin darme cuenta, sin tener que comandar mis células, de la misma forma que mi ordenador realiza tareas en segundo plano de las que yo no tengo que preocuparme y que, sin embargo, son esenciales para que pueda utilizar el dispositivo de la forma en la que lo utilizo. De la misma forma, se mantiene activo mi sistema nervioso o excretor, mientras utilizo la energía para leer o mientras duermo.
Pienso que parte de nuestra incapacidad de trazar analogías entre el espacio virtual y en analógico, y gran parte de nuestra angustia y extrañeza identitaria al disolvernos en Internet y los espacios virtuales, tienen que ver con un ansia de continuidad que se relaciona más con cómo creemos que es el mundo que con cómo es en realidad. El hecho de que un sujeto pueda destopologizarse en Internet y en los espacios virtuales es tan solo una versión más radical y explícita de cómo la identidad es un fluido inestable, tanto dentro como fuera de la pantalla. Es cierto que los dispositivos tecnológicos nos cambian y producen nuevas formas de ser, pero no debemos olvidar que el prototipo de la tecnología somos nosotros y nuestro deseo: aquello que somos y deseamos llegar a ser. Me conmueve, y también me asusta, que usemos la tecnología como escenario en el que colocar cosas inherentes a nosotros, para asombrarnos y asustarnos de ellas como entidades ajenas y extrañas, como si hubiesen nacidos de los pies o la cabeza de algún dios vengativo y antiguo.
Internet representa un modelo mental que abrazamos fácilmente porque es, en última instancia, una prótesis que nos permite amplificar nuestra capacidad para acceder a diferentes planos de realidad, similar a la capacidad de percibir que construimos a través de los sentidos. Nuestra percepción de la realidad actúa como una interfaz, un filtro compartido que nos permite navegar la experiencia humana de manera más comprensible. La tecnología digital amplifica y refleja aspectos preexistentes de la identidad de los animales humanos, a la cuál es imposible exigirle que sea única y estática, ya que fluctúa y se adapta para sobrevivir y encajar los fenómenos de la vida cotidiana y de los eventos globales. La revelación que se derrama de la experiencia tecnológica es que, en realidad, todo lo que sucede en Internet o en los espacios virtuales es un eco de lo que ya sabíamos, o deberíamos saber, sobre nosotros mismos: que somos seres múltiples, continuos y discontinuos a la vez, ya sea con nuestro avatar de humana mariposa cableada, o al calzarnos los zapatos de todos los días, mientras caminamos por nuestro barrio o por el territorio no cartografiado de Internet, en el que el único mapa es uno mismo.