Entre los nuevos tipos de productos espaciales surgidos de la reciente difusión de las tecnologías de comunicación digital en el espacio doméstico destacan las collab houses (o casas colaborativas): mansiones de lujo habitadas por grupos de jóvenes creadorxs de contenido que usan sus espacios interiores y exteriores como escenarios o fondos en sus vídeos en redes sociales. La historia de estas casas comenzó en 2009, cuando un grupo pionero de youtubers comenzaron a habitar una villa en Venice Beach, California, Estados Unidos, desde la que creaban sketches de comedia subidos a un canal llamado The Station —que se convirtió rápidamente en la segunda webserie más vista de la plataforma—. La idea de las casas colaborativas es sencilla: juntar a varios creadores bajo un mismo techo posibilita la colaboración, aumenta su producción, y compartir fans les permite a estxs influencers incrementar su público —que se cuenta por millones— y multiplicar exponencialmente sus ganacias.1 A lo largo de la década de 2010, estas máquinas de acumulación de capital comenzaron a florecer en los Estados Unidos, especialmente en Los Angeles.
En 2016, el youtuber Jake Paul se mudó junto con el Team 10, el grupo de creadorxs que fundó, a una casa en el suburbio angelino de Beverly Grove. Esta McMansion2 moderna, por la que pagaban 17.000 dólares al mes, muy pronto se convirtió en un lugar controvertido por el comportamiento extremo del grupo. Los escándalos alrededor de esta casa no solo incluían las peligrosas acrobacias que Paul organizaba para crear contenidos virales para sus más de diez millones de seguidores, sino también sus fiestas semanales —conocidas por el abuso sistemático de alcohol y drogas— y su decisión de revelar su ubicación, lo que la convirtió en lugar de peregrinación para multitud de adolescentes.3 Como espacio posdoméstico4 cuyos protocolos de convivencia eran definidos por la demanda de travesuras por parte del público, la casa del Team 10 fue un ejemplo extremo del tipo de espacio doméstico que las redes sociales pueden generar: uno cuidadosamente calibrado para el espacio digital de la comunicación, pero totalmente inapropiada para el espacio físico de la ciudad: una casa concebida como página web.
La convivencia de Paul con el cabreo de sus vecinxs no duró mucho, como podéis imaginar. En 2017, el grupo al completo se mudó a Calabasas, California, a una mansión de estilo colonial de mil doscientos metros cuadrados que Paul compró por casi siete millones de dólares. La nueva localización contaba con todas las amenities que se han convertido en canónicas para este tipo de casas: un área semi-rural a la distancia suficiente de otrxs vecinxs; situada en una urbanización cerrada, para mantener lejos a los fans; una pisicina panorámica, para las tomas exteriores; una apariencia tremendamente lujosa, para llamar la atención del público; inmensos espacios interiores, para grabaciones grupales; y un número exagerado de habitaciones de diferentes estilos, para multiplicar los escenarios disponibles.5
Fragmentos de la cuenta de TikTok de la Hype House
Todas estas características pueden encontrarse también en la Hype House6: una de las casas collab más famosas de los Estados Unidos que abrió en 2019, dos años después de que el lanzamiento de TikTok cambiara para siempre el panorama de las redes sociales.7 Situada en Moorpark, California, y habitada por un grupo cambiante de dieciocho influencers —cada uno de ellos con millones de seguidorxs—, la Hype House se diferenciaba de otras iniciativas similares llevadas a cabo en el mismo periodo porque no era una inversión de una compañía de medios, sino un proyecto iniciado y autogestionado por Thomas Petrou, quien primero entró en la casa en 2019 y quien la puso en venta en 2023 por ocho millones de dólares. Durante este periodo, Thomas y sus compañerxs subieron a TikTok cientos de videos de bromas, bailes, juegos y otro tipo de momentos divertidos vividos juntxs entre las paredes de la casa —especialmente el espacio a doble altura creado por la monumental escalera de la casa, un lugar perfecto para las coreografías grupales—. Pero, a pesar del intento de parecer una más, la Hype House era mucho más que una lujosa mansión de una urbanización privada compartida por un puñado de amigxs ricxs adictxs a la fiesta: la Hype House era, antes que nada, un lugar de producción.8 Para convertirte en inquilinx, de hecho, tenías que comprometerte a subir al menos ocho vídeos por semana en tus redes sociales y en los canales oficiales de la casa, así que formar parte de la generación colectiva de capital creativo era el principal motivo para unirse al proyecto. Como consecuencia, y por mucho que existiera entre algunos miembros del grupo, la amistada en la Hype House era, por encima de todo, un recurso a capitalizar por el valor de la atención. En una búsqueda constante de situaciones interesantes que pudieran convertirse en vídeos virales, lxs compañerxs de la Hype House vivían sus vidas diarias como un espectáculo a improvisar frente a la cámara de sus teléfonos móviles, convirtiendo los afectos en mercancía y las relaciones personales en relaciones extractivas —todas susceptibles de ser vendidas en el mercado de los medios—. Bajo la presión constante del objetivo de producción semanal, las esferas pública y privada de los inquilinos se superponían sin ningún límite, haciendo imposible incluso para ellxs distinguir lo que hacían para sí mismxs y lo que hacían para sus seguidorxs.9 Y por encima todo, el miedo a ser canceladxs10 lxs empujaba a evitar contenidos politizados o controvertidos y, para asegurarse de que que todxs siguieran el ejemplo, haciendo emerger un régimen interno de control que caracterizaba el día a día en la mansión. Al mismo tiempo, para mantener al público lo más amplio y leal posible, la diversidad era exhibida y ocultada en los vídeos de la Hype House —sus inquilinos eran principlamente hombres, blancos y heterosexuales—, reproduciendo estereotipos sobre género o color de piel y tokenizando a algunas personas queer y racializadas como Larri “Larray” Merritt y Nikita “Dragun” Nguyen. Lejos de ser simplemente el escenario donde estas cosmovisiones podían performarse, la Hype House ha sido el dispositivo espacial que los generó: sin una casa grande y lujosa, sin TikTok y sin smartphones, esta radical mercantilización de la vida diaria sería impensable. Como campo de trabajo camuflado como villa para fiestas, la Hype House no fue por tanto el lugar transgresor que pretendía ser, sino el campo de pruebas para la producción de un nuevo tipo de subjetividad totalmente integrada en el espectáculo global del capitalismo de plataformas.
Fragmentos de la cuenta de TikTok de la Hype House