El huevo y la gallina
Es enigmático cómo encontramos nuestro rol como parte de la sociedad. Es algo que la mayoría de nosotros persigue con pasión, es lo que nos mueve, pero al mismo tiempo es algo que nos acaba encontrando por el camino.
Cuando acabé la carrera en los albores de la crisis de 2008 estaba muy desubicada, como muchos de nosotros. Estudios que cerraban, compañeros que emigraban. Sentarte en una mesa a dibujar espacios no parecía un plan de vida demasiado alentador. Aquello para lo que me había estado preparando durante los años de carrera, de repente ya no tenía sentido. Algo dentro de mí, me llevó a abrirme una cuenta en el “artista antes conocido como Twitter”. Ahí fue cuando me di cuenta que en ese mundo virtual había arquitectos de todos los rincones que compartían sus historias. Desde Galicia a Cataluña, pasando por Sevilla, Madrid y Alicante o Valencia nos hacíamos eco de cómo era la vida del arquitecto. Fue una época intensa y crucial donde se reflexionaba mucho sobre nuestro rol en la sociedad.
Entre largas cadenas y DMs, glorificábamos grandes hitos de la arquitectura, pero rara vez era algún proyecto construido de la Terreta o ideado al sol del Mediterráneo. Este hecho simbólico me hizo preguntarme; ¿cómo podía ser que en las escuelas de arquitectura no se estudiase la obra de García Solera y Dolores Alonso? A través de las revistas se aprende mucho, pero tocando los edificios se aprende de otra manera, ¿cómo era posible que nadie hablase de la luz de la Rambleta de Gradolí-Sanz? y ¿qué sucedía con el Espai Verd? A todos nos han dado alguna clase del proyecto de Habitat 67, pero el Espai Verd lo teníamos en casa. Sobretodo no acaba de entender que el arquitecto más (re)conocido de la Comunidad Valenciana fuese Santiago Calatrava y, además, casi el único que la gente era capaz de citar.
Impulsada por un ansia voraz de decirle al mundo las joyas ocultas que teníamos en casa, empecé a darle voz a la obra de nuestros arquitectos. Fotos con el móvil, inmediatas, reales, acompañadas de un texto, que por naturaleza tenía que ser directo y escueto. Las agrupé bajo el hashtag de #brutalmentvalencià, el cual me acompaña hasta el día de hoy. La acogida fue bestial, la gente captó la idea e hizo suyo el hashtag. Según se iban subiendo fotos, los 140 caracteres se quedaron cortos y tuve que abrir un blog. Después llegaron las colaboraciones en artículos de prensa, charlas, congresos, colaboraciones con ilustradores, programas de radio, tele e, incluso, tesis doctorales. No me lo creía, de repente me di cuenta que, de alguna manera, estaba haciendo arquitectura.
No fui la única que entre toda esta vorágine, encontró otras maneras de ejercer la arquitectura. Había otros que fui conociendo por el camino. Desarrollábamos nuestra pasión desde un lugar que no era el esperado: una cámara de fotos (con más o menos objetivos), dede una tableta de dibujo imaginando arquitecturas imposibles, creando fallas, desarrollando exposiciones, siendo guías turísticos o hablando desde su web personal sobre la arquitectura del día a día (como el director de este blog). Ya no era un bicho raro.
Como en la paradoja del huevo y la gallina no puedo saber qué vino antes, pero lo que sí tengo claro es que el camino de la difusión de la arquitectura es algo que era para mí.