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Paisajes Tipo I en la Escala de Kardashev

El caminante sobre las enredaderas sin hojas. (Fotografía: Andreas Feininger (1947), High-voltage transmission lines, Hoover Dam)

La capacidad de producción de energía es uno de los indicadores más interesantes del grado de desarrollo de una sociedad. Porque en algo tan intangible y esquivo como la energía, que ni se crea ni se destruye, sino que solo se transforma, incluso en materia, se encuentra la base de la tecnología, de la movilidad e incluso de cualquier organización social, política y económica. Quizá por ello se ha convertido no solo en un modo de conocernos a nosotros mismos sino incluso también de caracterizar civilizaciones avanzadas.

Los modos de producción de energía son además agentes fundamentales en la transformación del territorio y, por tanto, de la creación de paisajes. Algunos, como los vinculados a determinados tipos de aprovechamientos mineros o hidráulicos, se han incorporado ya a nuestro imaginario, habiendo aprendido a valorarlos; con otros, como los asociados a las explotaciones petrolíferas o a los territorios nucleares y postnucleares, mantenemos aún una relación ambigua. A pesar de ello, el debate sobre los “energyscapes” es aún incipiente y limitado con frecuencia a abordar los procesos de sustitución de otros paisajes, como los “agroscapes”.

En la actualidad nos encontramos en medio de una revolución que, siendo optimista, está llamada a transformar positivamente el modo en que gestionamos nuestras necesidades energéticas. Se trata del impulso a las energías renovables, y particularmente a la solar, como medio para reducir el uso de combustibles fósiles y, con ello, de las emisiones contaminantes. Un proceso que no es solo local sino global, y en el que agentes públicos y privados están tratando de tomar, en el sentido figurado, pero también en el más literal, posición.

Toda fuente de energía es transformadora del territorio porque, aun en su inmaterialidad, requiere de un soporte físico y espacial. Pero mientras que para el aprovechamiento de los recursos energéticos fósiles, que son esencialmente energía depositada en materia, la localización ha sido siempre un factor espacial fundamental, la condición difusa de muchas energías renovables y la relativamente baja eficiencia de los sistemas de captación, particularmente de los solares, han desplazado el foco hacia la extensión. Algo que, junto con otros factores políticos y económicos, ha dado lugar a la aparición de una renacida “fiebre del suelo” que amenaza con teselar todo cuanto pueda con una resplandeciente capa de vidrio y silicio.

La transición de un modelo energético fósil a uno renovable es un objetivo loable, que debe ser apoyado como parte de una lucha, necesaria y urgente, para la descarbonización y contra el cambio climático, en el que la energía solar debe jugar un papel relevante. Resulta además indudable que, al menos localmente y en el corto plazo, las nuevas infraestructuras energéticas aportan beneficios sociales y económicos, particularmente en entornos rurales. Sin embargo, son también actuaciones no exentas de conflictos, especialmente cuando son analizadas desde una perspectiva más global que considera aspectos como las demandas de materias primas esenciales, algunas muy escasas, o la futura gestión de residuos.

En relación con ello, resulta preocupante la escasa planificación espacial de la transición energética, dado su potencialmente elevado impacto territorial y el salto de escala, en número y extensión, de los proyectos actuales, que dejan pequeños a modelos como el de la Plataforma termosolar de Solúcar sobre la que Tomás García Píriz ya escribía hace algunos meses en este mismo blog1. Una planificación que se limita en muchos casos a la toma en consideración de una aproximativa zonificación ambiental para energías renovables que no sirve para decidir las mejores implantaciones sino solo para descartar aquellas claramente inadecuadas; y a unos procedimientos de autorización en los que lo espacial se encuentra fuertemente supeditado al régimen funcional y administrativo del sistema eléctrico. Salvando las distancias, esta estrategia de planificación, o de falta de ella, recuerda a la que en su momento amparó la Ley de suelo de 1998 al considerar apto para su transformación urbanística todo terreno no expresamente protegido. Incluso en su potencial especulativo.

Otra cuestión que genera preocupación es la puramente cultural, vinculada a nuestra propia capacidad para tomar conciencia y asimilar los nuevos paisajes que, inevitablemente, va a generar esta revolución de las energías renovables, y que estamos solo comenzando a atisbar. Y, con ello, la sustitución y pérdida de algunos territorios que reconocemos como parte de nuestra identidad colectiva. No sabemos aún cómo los nuevos territorios energéticos van a hacerse un hueco en nuestro imaginario del paisaje, pero, dada la acelerada velocidad a la que probablemente se van a producir los cambios en nuestro entorno, deberán hacerlo pronto, y esperemos que no sea recurriendo a banalidades, reforzadas incluso por la terminología utilizada en el sector, como entender el sol como un cultivo más.

Viñeta de JM Nieto, publicada en ABC de Castilla y León en mayo de 2022 (Cortesía de JM Nieto)

Considerándola necesaria, tengo más dudas que certezas sobre la transición energética en curso y sobre los cambios que inducirá en nuestros territorios. Espero que el reemplazo, al menos parcial, de las energías fósiles por renovables sea una realidad en un futuro próximo, llevando la contraria a una historia que nos dice que los efectos del desarrollo de nuevas fuentes de energía no son nunca sustitutivos, como en el caso de la tecnología, sino siempre acumulativos. Lo que sí tengo claro es que no podemos permanecer impasibles mientras nuestros paisajes se transforman. Su planificación e integración dentro de nuestra cultura del territorio son pasos indispensables para orientar adecuadamente unos procesos que parecen inevitables, y mostraría que somos capaces de hacer las cosas de modo correcto, que somos una sociedad civilizada. Aunque quizá aún no lo seamos y no tengamos otra alternativa que esperar a que la totalidad de la superficie de la Tierra esté ya cubierta por paneles solares para poder decir, de acuerdo con la Escala de Kardashev, que pertenecemos a una civilización avanzada.

 

Por:
(Gijón, 1981) Arquitecto (2005), máster en restauración arquitectónica y doctor en urbanística y ordenación del territorio por la Universidad de Valladolid. Compagina la práctica profesional vinculada a la planificación urbanística con la docencia en el área de proyectos arquitectónicos. Sus intereses giran en torno a la representación e interpretación cultural del territorio, los medios de comunicación y la disolución de los límites disciplinares.

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