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Tecnología incpiente entonces.

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Y es una paradoja.

Puntos ciegos

Hará unos añitos estaba charlando animadamente con el decano de un colegio de arquitectos, no importa cuál. Le hice una propuesta: aprovechar la realidad aumentada1 para desarrollar una aplicación que permitiese colocar en su sitio las propuestas perdedoras de los concursos. La ganadora se construía, pero las otras se podían disfrutar al margen de esa pesadilla que son los render. El decano puso ojos como platos y, casi asustado, empezó a negar con la cabeza. “Es que entonces se sabrá que no siempre ganan los mejores”, me dijo.

Si un concurso está bien montado y los participantes responden adecuadamente, el jurado tendrá una responsabilidad, un privilegio y un problema: la elección de una solución optimizada entre varias que también lo están, una elección que tendrá necesariamente algo de subjetivo, incluso de visceral: no existe, ni va a existir jamás, una solución arquitectónica perfecta.

Sí podemos -y lo hemos hecho reiteradamente- acercarnos a la arquitectura con espíritu científico, ni que sea para descubrir que el sueño de la razón produce monstros. Llámalos monstruos, llámalos Movimiento Moderno, cuyo destinatario final, ideal, óptimo -el Modulor de Le Corbusier- es un canon heteronormativo tan perfecto que ni el propio arquitecto encajaba en él, un canon heteronormativo tan perfecto que llegó a fliltrear con el fascismo.

Aparece entonces la inevitable analogía: hay otro punto cuya visión directa también se nos niega, y ese punto es lo que comúnmente llamamos el yo, objeto excéntrico en tanto que siempre se halla desplazado de sí mismo, y que no obstante llevamos dentro. En efecto: la visión del yo también sólo nos es dada mediante técnicas de representación en diferido: textos, grafismos, pinturas, estudios científicos, indagaciones psicoanalíticas, etcétera.

Agustín Fernández Mallo, Teoría general de la basura. Galaxia Gutenberg, 2018.

Ante la arrogancia del Modulor, la realidad es que somos un punto ciego. El punto ciego del punto ciego, el último punto sin visión directa es aquél donde se originan todas las terminaciones nerviosas que nos convierten en seres sensibles. Nuestro cerebro.

La neurociencia se ocupa de esto. Lejos de ser una ciencia fría es, precisamente, una de las que se ocupa de nuestras emociones. De nuestros procesos de pensamiento. Podemos decir que sentimos el corazón. Si es así2, la neurociencia es una de las ciencias con más corazón que existe. Aunque, o porque, se ocupa de nuestro cerebro.

Era cuestión de tiempo que la neurociencia y la arquitectura se encontrasen. A esto hemos dedicado este número. Lo primero: dar las gracias a Ana Mombiedro, que ha impulsado, animado y propuesto este número.

La neuroarquitectura es una ciencia del espacio. Y lo es de un modo radical, cuestionándose los límites de la propia construcción, tratándola sin prejuicios en función de nuestras necesidades, no de las que pensamos que tenemos, sino de las que sentimos. Uno de los ejemplos citados en la entrevista a Montse Boher es la Escuela del Bosque, un aulario montado debajo de unos árboles por la pedagoga Rosa Sensat con un mínimo de arquitectura, una escuela que, casi un siglo más tarde de su existencia, sigue siendo radicalmente moderna. La arquitectura sigue siendo un proceso optimizable. La neuroarquitectura le da muchísimas armas para hacerla más saludable, feliz, humana e inclusiva.

La Escuela del Bosque, en algún momento de la década de los 20.

Empezamos con Alba Méndez, que nos propone una reflexión que, partiendo de la ruptura de las concepciones que tenemos sobre nuestro cerebro, termina en las IAs en un potente arco argumental.

Ainoa Abella escribe un artículo que funciona casi como una introducción a la neuroarquitectura, contextualizando bien su utilidad al tiempo que deja claro su carácter sensible.

Maria José Araya nos escribe sobre los lugares de trabajo, introduciéndonos una serie de conceptos -algunos nuevos, otros redefinidos a la luz de éstos- que están destinados a definir y mejorar estos lugares. También nos introduce una serie de proyectos de investigación que concretan estas reflexiones.

Ana Mombiedro, promotora del número, nos presenta sus experiencias personales y nos introduce INTEDU, un proyecto de investigación donde la neroarquitectura toma un papel relevante, proyecto que, por su enorme interés, vehicula parte del número.

Luego, la entrevista. Montse Boher nos habla de su experiencia en el campo de la pedagogía, para luego relatarnos INTEDU a través de lo que ha conseguido la neuroarquitectura: pensamiento complejo, social, comprometido que coloca la (neuro)arquitectura en red con el resto de participantes en el proyecto.

El ensayo del mes corre a cargo de Erick Gustavo, que juega con la neuroestética para escribir sobre lo que realmente le interesa: la belleza. Vemos el truco. La magia se conserva.

Finalmente, Paola Soggia actúa como nuestra fotógrafa invitada, transportándonos de golpe al final del proceso: una aula intervenida, usada, vivida.

Lo que se desconoce -al igual que las nuevas tecnologías, si son lo suficientemente avanzadas- es a veces indistinguible de la magia. La neuroarquitectura, una ciencia joven, está aquí para ofrecernos nuevas maneras de entender lo que llevamos haciendo desde que la humanidad es humanidad, y nos lo contextualiza en un ejemplo de éxito. Leer el número es ilusionarse sobre ello.

Notas de página
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Tecnología incpiente entonces.

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Y es una paradoja.

Por:
(Barcelona, 1975) Arquitecto por la ETSAB, compagina la escritura en su blog 'Arquitectura, entre otras soluciones' con la práctica profesional en el estudio mmjarquitectes. Conferenciante y profesor ocasional, es también coeditor de la colección de eBooks de Scalae, donde también es autor de uno de los volúmenes de la colección.

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