
Los paisajes que nos alimentan
El turismo es aquello que haces para saludar al vecino aquel con quien te cruzas cada día sin dirigirle la palabra. El turismo -el turismo de masas, porque no hay otro- es muy gregario: un viaje es aquello que puede entenderse como un viaje. Un viaje es aquello que puede explicarse como un viaje. Ninguna anécdota de viaje podrá superar al encuentro del vecino con quien te cruzas cada día.
Por eso hemos inventado los eventos. Y esto viene de antiguo. La Bienal de Venecia -la buena, la de arte- va camino del siglo y medio de historia: un siglo y medio proporcionando excusas para encontrarte con el vecino. Caso que seas lo suficientemente burgués como para tener un vecino con el que encontrarte en la Bienal de Venecia, claro. De lo contrario, no cuentas.
Hace cuarenta y tres años se consideró que ya había una masa crítica de arquitectos1 y de sus sufridos familiares suficiente como para organizar un evento donde se pudiesen encontrar y saludarse entre ellos cual patio de vecinos. Así nació la Bienal de Arquitectura de Venecia, a celebrarse en años alternos con la de arte. Este panorama es el que explica que su pistoletazo de salida fuese ese estupendo Teatro del Mundo que Rossi propuso sobre la laguna veneciana. La forma, por atractiva que fuese, no tenía nada que hacer con un título que ha definido cualquier evento global desde entonces. La Bienal de Arquitectura de Venecia es una escenografía gigantesca, una feria de las vanidades donde encontrarse y desencontrarse. La Bienal de Arquitectura de Venecia tiene sentido porque dejarse ver allí significa algo.

Más allá de esto, una cantidad de gente nada desdeñable se ha creído el evento e intenta darle sentido, eso es, trascender esta escenografía mediante los contenidos. Les ha ido regulero, todo hay que decirlo, por aquello de remar contracorriente, pero ahí están. Si consideramos el pabellón -nacional o no- como el monema2 o el bit3 de la Bienal, nos daremos cuenta que rara vez trasciende. La Bienal de Arquitectura de Venecia es una especie de concentrado de información donde, de vez en cuando, se encuentra algún tropezón más o menos identificable como algo digerible.
Eso significa que los pabellones individuales se dirigen a un público muy específico: aquellos que ya conocen su existencia de antemano. Más allá de eso, este pabellón será solo un ruido de fondo que, caracterizado, connotado por la particularidad que te ha traído al evento -y mezclado con el carisma de una ciudad que nunca te cansas de visitar- constituirá el mensaje. El único que te vas a llevar de verdad. El monema de la Bienal, el pabellón, es, en realidad, otra excusa para saludar al vecino.
Esta gente que se ha creído el evento e intenta trascenderlo suele hacerlo mediante este monema. Mediante este pabellón, que es la unidad operable en la Bienal. Una buena idea para hacerlo es convertir dicho pabellón en un punto de inflexión. En un evento que recoja algo -una tendencia, un grupo de edificios, unos elementos constructivos-, fije un estado de la cuestión y dé armas para continuar investigando el tema.
El mes pasado dedicamos el número del blog a los paisajes productivos. Ese número quería formar un díptico con el actual, que tiene por centro Foodscapes, el presente Pabellón de España de la Bienal de Arquitectura de Venecia. Si los paisajes son el rostro del territorio, Foodscapes investiga su infraestructura: aquello que ata los diversos paisajes, los identifica y les da coherencia, estén donde estén, porque las fronteras apenas son un dato para el tipo de infraestructuras planteadas. Pero el pabellón va más allá de eso: rostrifica la propia infraestructura y la convierte en paisaje. Una especie de paisaje de paisajes. Un metapaisaje que nos pone en el centro incidiendo en aquello que debemos consumir cada día para subsistir: nuestro combustible. Los alimentos. Eduardo Castillo-Vinuesa lo cuenta muy bien en su entrevista, y por eso la hemos puesto al frente de los ocho artículos que constituyen el número.
El resto: explicar el pabellón a través de algunos de sus participantes, a través de la ciudad que lo aloja y -más importante todavía- enraizar la investigación que propone llamando a otros agentes que no han participado en el pabellón, lo que incide en el interés y la vigencia de un tema llamado a marcar nuestras infraestructuras -y buena parte de nuestras arquitecturas- desde ya.
En primera instancia llamamos a diversos participantes de Foodscapes para que nos contasen su experiencia.
Marina Otero nos da cuenta de su investigación sobre la producción de alimentos en un artículo sobre una investigación que realizó junto a Manuel Correa sobre los invernaderos de El Ejido. Sobre sus interiores desobedientes, mejor dicho.
Aldayjover reivindican la parte profesional. El estudio, especializado en encargos transitivos -encargos donde el proceso y las condiciones del lugar, tan patentes como operar en zonas inundables, impiden trabajar con procesos de diseño cerrados-, pone énfasis en la responsabilidad del arquitecto y en la interdependencia de todos sus marcos de operación, sean estos los centros urbanos de las grandes ciudades o el territorio que las alimenta.
A Lucía Tahan le pedimos que contextualizase Foodscapes en la propia Bienal de Arquitectura de Venecia. Nos ha respondido enfatizando el carácter de Laboratorio de Futuro que Lesley Lokko, su comisaria, ha querido imprimirle: un lugar para expandir el significado tanto de la arquitectura como de lo que significa ser arquitecto.
Ciclica es una práctica profesional que entiende la arquitectura desde su vertiente más estratégica e infraestructural. Ciclica se concentra en los procesos que mantienen a los ciudadanos, desde la energía hasta los alimentos. Sus experiencias se complementan con lo propuesto en Foodscapes. Elena Albareda, una de sus integrantes, nos cuenta a través de la experiencia de la recuperación de un sistema de riego de unas huertas cómo los paisajes pasan de ser productivos a reproductivos: lo biológico y lo físico como infraestructura de lo social.
El podcast del mes es obra de Jorge López Conde, que nos enraíza Foodscapes en la historia: el Imperio Romano, Ciudad de México, el tamaño de nuestras ciudades, la forma del territorio como infraestructura productora de comida que posibilita civilizaciones enteras.
Medina del Campo: el castillo de la Mota del Marqués y las gambas. No sólo las que te pueden servir de tapa. Las que se producen allí. Este punto de partida tan marciano como real le sirve a Ana Herreros para procurarnos un ensayo sobre lo contraintuitiva que puede llegar a ser la producción de alimentos del presente.
Finalmente, la elección del fotógrafo del mes era obvia. La fotografías de Pedro Pegenaute forman el cuerpo central de Foodscapes, particularizando cincuenta lugares del mapa claves para nuestra producción alimentaria. Así que le pedimos una, y sólo una foto, y una reflexión sobre ella que es una reflexión sobre el acto de fotografiar.