La arquitectura de la calidad de la ley
La atmósfera legalista y normativista en la que vivimos es una trampa mortal. Nos creemos la virtualidad de un mundo ideal reflejado en los boletines oficiales mientras la realidad (ese lugar en que términos tan pasados de moda como ética, dignidad o responsabilidad individual y colectiva pueden tener un sentido) se ve laminada hasta su suplantación. Demasiadas normas devienen al final máquinas de desresponsabilización porque pretenden fijar un sistema de valores objetivamente cuantificable. Las alturas de una barandilla o las dimensiones de una estructura las fija el Código Técnico, no el proyecto. “Lo dice la ley” es un argumento inapelable que elimina todo diálogo. Pero, a pesar de las apariencias, la arbitrariedad de los que se lo pueden permitir sigue predominando. Tan importante o más que el redactado de la ley es el espíritu que la anima: de aquí el papel crucial de los reglamentos y de los jueces.
Esta es una visión negativa del hipertrofismo legalista en que vivimos, que incluye también las leyes de arquitectura. De aquí un cierto escepticismos ante de lo que se pueda legislar, porque no es suficiente con una ley para cambiar las cosas.
Puede haber una visión positiva, sin embargo. Aquella que tenía Lluís Comerón cuando impulsó primero en Cataluña la Ley de la arquitectura (2017) y luego, en un acto de generosidad típicamente suyo y típicamente catalán, en España (2022). Un reconocimiento de la arquitectura como instrumento cultural que no sólo aporta soluciones a la sociedad, sino que le aporta valores intangibles para una mejor calidad de vida -o bien tangibles y monetizables, si bien hemos de hacer caso de las estadísticas del turismo cultural.
La ley catalana, con todas sus imperfecciones, insiste mucho en los procesos de contratación de proyectos de arquitectura. Reconoce explícitamente que la calidad depende de la dignidad con que se compensa económicamente el trabajo de los arquitectos. No lo hace de una manera ni lo suficientemente contundente ni lo suficientemente generosa (la sobrevuela una ley de contratos uniformizadora y muy impermeable a factores de calidad), pero como mínimo lo intenta. Lo más importante de todo, y que debería dar recorrido a toda una serie de actuaciones y reglamentos, es a mi entender el artículo 4, que establece sucintamente que “la creación arquitectónica es de interés público”. Tanto la promovida desde las administraciones como la promovida desde el sector privado. El artículo 3 de la ley española hace una transcripción más enrevesada del mismo principio, que también es importante que figure explícitamente.
Ahora, ¿pueden tener ambas leyes una trascendencia real, es decir, ser efectivas más allá de las declaraciones? La respuesta es bastante clara: en sus redacciones actuales, y dada la precedencia legislativa, me parece que no. Seamos claros: estamos hablando de dinero. Estamos hablando que un trabajo tan complejo, que requiere tanta preparación, y que está expuesto a tanta responsabilidad social y civil, ha de estar compensado económicamente de una manera proporcional. Captar el mejor talento porque está bien pagado es la mejor manera para asegurar la calidad. Hace quince años, al menos en Cataluña, la obra pública era muy exigente, pero se adjudicava con concursos razonables y se pagaba correctamente. Ahora no. La exigencia ha aumentado, los honorarios han bajado, y el sistema de concursos es un híbrido entre la lotería y un matadero.
¿Cómo abordan estas cuestiones las leyes de arquitectura? Con buena voluntad, empezando por reconocer implícitamente que la situación no es buena, y de aquí su existencia. Pero sin herramientas efectivas, ni disponiendo criterios claros y contundentes. Tan sólo dos ejemplos: Los Consejos sobre la Calidad de la Arquitectura son meros órganos asesores, y no fiscalizadores, y sus informes no son vinculantes; y la contratación conjunta de proyecto y dirección de obra es meramente potestativa, y no obligatoria, como debería de ser para asegurar la cadena de valor. ¿Cómo se puede asegurar el cumplimiento de las leyes o la consecución de la calidad si dos aspectos cabales no están contemplados en los redactados principales?
Para terminar, querría poner el foco en dos temas que me parecen cruciales para el futuro de los y las arquitectos y, en definitiva, de la calidad de la arquitectura que podamos hacer. Tienen que ver con la estructura de nuestro ecosistema arquitectónico, con nuestro tejido productivo, por decirlo en otros términos.
Por un lado, pienso que en la ley española se han metido con calzador demasiados términos que no tienen relación directa con la calidad de la arquitectura, pero que son fácilmente cuantificables, como la digitalización centrada en el BIM, y que, en cambio, se insiste muy poco, y se desarrolla o fomenta todavía menos, una calidad muy propia de nuestro saber, que es la capacidad de relacionar objeto y contexto creando lugares, aquellos lugares que las leyes dicen que son tan importantes para los ciudadanos. Este saber, si no se explicita y se fomenta, puede desaparecer aniquilado por fuerzas que son, simplemente, des-civilizadoras.
Y, por otro lado, y de alguna manera relacionado con esto, sorprende el escaso reconocimiento que en la ley se hace del arquitecto como figura principal o cardinal para conseguir la calidad arquitectónica. El mismo CSCAE se lamenta al respecto, pero poco, cuando explica que en la ley “se concibe la arquitectura como una ‘actividad multidisciplinar’ en la que, por tanto, intervienen diferentes profesionales”. Pero no nos preocupemos: “Ahora bien, el hecho de que la Ley no mencione a los arquitectos no significa que el conjunto de preceptos del texto normativo no se refiera e incida en los arquitectos y en su actuación profesional.”
Es decir, nos vemos afectados, pero no tenemos el control. Más o menos como sucede en la vida real, donde muchos agentes de campos diferentes, con diferentes niveles de preparación y con diferentes responsabilidades, acaban incidiendo en el proyecto, a veces de manera determinante pero sin asumir la responsabilidad que, esta sí, recae en nosotros con todo su peso. Antes decía que la calidad se consigue pagando bien, y ahora añado que, además, la calidad se asegura determinando con precisión roles y jerarquías. Sin estas dos condiciones, que forman parte de la arquitectura de la calidad, ninguna ley de arquitectura podrá asegurar que nuestro entorno se construya, tal como pretenden, con excelencia.
Hola Enric, estoy bastante de acuerdo con tus planteamientos…no se puede legislar el sentido común, el buen gusto, la sensatez, la implicación en el proyecto…pero sí se pueden mejorar las condiciones en que asumimos los encargos…la Ley no es suficientemente contundente, trabajamos en condiciones precarias , con plazos inasumibles, con una tendencia general a la sobre regulación normativa… y a un precio muy por debajo de la responsabilidad que se nos exige…con un creciente desprestigio y falta de apoyo desde las distintas administraciones cuyas áreas técnicas están dirigidas cada vez más por juristas dada la creciente judicialización de la profesión…¿se han planteado limitar el precio de las herramientas informáticas que se pretenden imponer ? ¿desarrollar programas informáticos de ayuda públicos y de calidad? ¿o mejorar el funcionamiento de la plataforma de contratación del estado? ¿unificar normas para simplificar? ¿limitar la duplicidad de reglamentos sectoriales entre administraciones?…..la arquitectura como vocación es extraordinaria pero como profesión hoy por hoy resulta muchas veces frustrante….