Liebres y gatos, siete años después
Escribí el texto que, en parte, da título a este otro, hace ya siete años. Creo necesario, dadas las —peculiares— circunstancias vividas, retomarlo. Reescribirlo y ampliarlo como si el tiempo no hubiera pasado por él porque, si bien el tiempo ha pasado, lo cierto es que —y esté es, como veremos, el problema— nada de lo descrito en el original ha cambiado. Lampedusa, al menos en esto, está más vivo que nunca.
Leyéndome siento que en lo estilístico y en lo personal, la persona que escribió aquellas líneas no es ya la misma. Este cambio, por imperceptible que sea, compadece ante una disciplina y una profesión cuya narrativa tiende a la permanencia.
Señalábamos entonces, y lo hacemos hoy, que la disciplina tiene una continuada tendencia a identificar el rol con el estatus y la excelencia en uno de estos campos —el primero— con la infalibilidad en el segundo, o en cualquier aspecto relacionado con la profesión. Lo productivo invade lo reproductivo hasta fundirse con ello y la obra es, sin distinción, su autor. El paso del artesano gremial al artista académico y, posteriormente, al científico humanista, ha mantenido intocada, desde el siglo XII hasta nuestros días, una suerte de autoridad productiva que, si bien tenía razón de ser en una sociedad estamental, es, hoy en día, tan insostenible como reduccionista.
No está exenta, en este contexto, la narrativa cultural de los arquitectos españoles de leyendas parciales, historias contadas a medias e informaciones sesgadas que, pronunciadas en el momento correcto por el personaje indicado, se integran en una suerte de ‘general inetelect’ clasista cuyo objetivo, disimulado, es el mantenimiento de un proceso de reproducción de clase, no por tácito o asumido menos presente.
Liebres y gatos. Este es el origen de aquel texto y lo es de este. Alejandro de la Sota, hijo de un Ingeniero Civil —presidente de la Diputación de Pontevedra hasta 1930, primer presidente de la Caja de Ahorros de Pontevedra y con una activa vida cultural y política— de clase acomodada, arquitecto en 1941, incorporado al Instituto Nacional de Colonización el mismo año en que termina los estudios, profesor de Elementos de Composición desde 1956 funcionario de Correos desde 1960 —un extremo este que tiene a olvidarse con cierta facilidad—, con estudio abierto en la capital desde principios de los años 1950. A él se atribuye la frase que titulaba aquel texto según la cual, los arquitectos, en el desarrollo de su profesión, debían intentar “dar liebre por gato”.
Es una buena frase. Magnifica en su sencillez. Y, para un arquitecto titulado en 1941, coherente con la figura de un profesional perteneciente a una casta privilegiada y a un desarrollo profesional en el que el ingreso en la carrera (aún existía esta figura de control de acceso) garantizaba, ex – ante, una práctica profesional posterior exitosa.
Los profesionales, Sota entre ellos, lo eran porque gestionaban un conocimiento complejo de forma exclusiva, porque se sujetaban a una serie de normas internas de comportamiento —esto es, a un código deontológico— y porque retenían para sí mismos el control de su propio desarrollo profesional, de tu trabajo, de la relación con sus clientes y del desarrollo técnico del mismo.
Con la aparición de los Colegios de Arquitectos en 1931 la ocupación de arquitecto, la labor artística o incluso artesana se convierte en una profesión, sus ejercientes en profesionales. En puridad la narrativa que los arquitectos españoles diseñaron para sí mismos era, específicamente esta: la del profesional liberal que coincide, milimétricamente, con la definición de Durkheim de la profesional empleada en sociología de las profesiones.
Aquellos profesionales entendían su disciplina, esta es la otra característica fundamental de su propiocepción, como un servicio a la sociedad y, por tanto, cualquier consideración económica era percibida como un afán de lucro innecesario, como la perversión de la entrega pura a un servicio en el que la única preocupación de los profesionales debía ser el completo ejercicio, hasta el máximo de su capacidad, de aquel saber complejo cuyo control manejaban en exclusiva. Los profesionales no recibían —y aún hoy en día el concepto permanece— salarios. Reciben honorarios, un término que proviene de la palabra honores; honras a su desempeño, pero nada que significara el intercambio de trabajo por una participación en el capital. Lo profesionales, los arquitectos, eran pues —emplearemos aquí el ejemplo de Marx— como una cantante, inseparable de su medio de producción y cuya labor no se enfrenta, en forma de plusvalor, al salario.
¿Era posible esta realidad de ideales, honores y unos profesionales que se mantenían separados de la realidad económica que, sin duda, dimanaba de su disciplina? Tengamos en cuenta aquí a Bourdieu y Passeron cuando nos hablan de la teoría de la reproducción de clase, pues no era sólo el conocimiento lo que controlaban los arquitectos, y con él su manejo, sino también el acceso a aquel.
Separado de la formación gremial y de la académica —que, pese a enfrentarse a la primera copió de aquella, al menos en España, los métodos formativos— el conocimiento se transmitía ya en la escuela de arquitectura. Dos, para todo el país, situadas en Madrid y Barcelona. Si el acceso a la formación gremial exigía la entrega de la autonomía al maestro y de la autoría al taller, la formación de los arquitectos realizaba un proceso selectivo que implicaba, a su vez, una selección de clase. La narrativa meritocrática, desarrollada para las carreras científicas y, sobre todo, técnicas, durante el siglo XIX, en la que la formación era el resultado exclusivo del esfuerzo era, ante todo, una ficción mistificada. Un relato heroico en el que los técnicos depositaron una propiocepción científica e iluminista: su dominio de la ciencia venía a alumbrar el camino a la sociedad, a guiarla y,
por tanto, sólo de su trabajo debían dar cuenta y sólo aquel era la razón de su liderazgo.
Más allá de esta narrativa la realidad era que el acceso a la profesión dependía de la combinación de capital cultural acumulado, de capital social y por supuesto también de capital económico. Autoras como Darina Martikánová han puesto de manifiesto claramente está narrativa impostada que incluso aparece reflejada en la novela española (A este respecto, la investigación de Javier Ordóñez Rodríguez es fundamental) en la que los ingenieros eran héroes, hombres (todos hombres) de acción y razón, que ejercían su profesión de forma ecuánime y racional. Alejados de las cuestiones pecuniarias que aquejaban al resto de la sociedad.
En este contexto, en una práctica profesional que era, a origen, siempre rentable y que acumulaba sin aparente problema cargos funcionariales, empleos en educación y estudios privados, la perspectiva económica era, tanto en lo formativo como en lo narrativo, innecesaria. Cuando Alejandro de la Sota, parafraseando a Victor D’ors, pronuncia la celebra frase sobre la liebre y el gato, sin acritud, debemos ponerla en contexto. De la Sota puede dar liebre por gato porque, en aquel momento, en aquellas condiciones económicas concretas, puede permitirse darla.
La frase puede entenderse como una defensa de la excelencia y tiene, en ese contexto, un cierto interés. Sin embargo, la narrativa del arquitecto liberal idealizado (Y para Amando de Miguel y José Luis Martín Moreno en su informe de 1976, ‘endiosado’), la repetición de la moraleja sin contexto, ni histórico ni económico, la convierte en parte de la descripción de un camino iniciático, formativo, que transforma el sacrificio en aprendizaje.
Existe, tengámoslo en cuenta al analizar la frase, una aproximación absolutamente vocacional a la profesión de arquitecto. Una que tiene, como la mayoría de las ocupaciones vocacionales, a fusionar lo productivo con lo reproductivo y, en los términos de Richard Sennett en “La corrosión del carácter”, la vida con el trabajo. Si este último es una parte importante del desarrollo del carácter, de nuestra posición en el mundo, su perdida o el alejamiento de lo que se considera el rol especifico, preestablecido y aceptado, a cumplir, corrompe y corroe la esfera reproductiva y, al final, anula la vocación, destruyéndola.
Remedios Zafra refiere a esta situación con el término ‘punzar’. Una vida que punza. La vocación, punza. Intentar cumplirla, intentar someterse a unas reglas establecidas para otro tiempo, otras circunstancias, punza. Un dolor inespecífico, penetrante, que presiona y controla. Un comportamiento aprendido del que es difícil escapar, imposible si no se está dispuesto a luchar contra la vocación. O, seamos claros, si no se está dispuesto a cuestionar el profundo significado aprendido de lo que la vocación significa y que, en muchos casos, es sólo una impostura clasista
desarrollada por sectores privilegiados que no sólo son los únicos capaces de dar cumplimiento a la falsedad meritocrática, sino que son además quienes se lucran con su mantenimiento, con su transmisión intocada a lo largo de las décadas. Estamos en 1993, han pasado muchos años desde que Alejandro de la Sota acabó la carrera, estoy estudiando arquitectura en Madrid, en la calle la crisis arrecia; no hay trabajo. La frase aún se repite. Sin cambios. Sin explicaciones. Alejandro de la Sota es un maestro; sólo muchos años después supe que era, además, funcionario de Correos.
Tenemos que dar liebre por gato. Nadie nos habla de Tafuri, de su particular análisis de la disciplina desde la óptica de un arquitecto, sí, pero de uno muy peculiar. Un historiador, con ningún interés por cumplimentar el paradigma del arquitecto creador. Un investigador, un científico que, en sus propios términos, ‘hace la historia’.
Para Tafuri, el peor de todos los males que los arquitectos de los años 1960 y 1970 enfrentaron fue la comprobación de la irrelevancia de sus postulados formales y disciplinares para producir un cambio social, al haber sido la propia disciplina —la arquitectura, en cuanto que generadora de planes, de bienes y de ciudad— absorbida, con absoluta facilidad, por la dinámica de producción capitalista. Como crítico marxista —esta es la muy interesante aproximación de Marianela D’Aprile y Douglas Spencer— Tafuri preconiza una mistificación de la forma, obsoleta como medio de cambio social, que atenaza y asila a los arquitectos, encapsulados en una posición elitista y regresiva. El cambio real era la asunción de la progresiva proletarización profesional. Un proceso de salarización, expresada en los términos de Charles Deber, que hubiera permitido a los profesionales de la arquitectura intervenir en los medios de producción capitalistas conformándose en una fuerza de trabajo sindicada y organizada.
Las especiales circunstancias una profesión cuyo aprendizaje no está exento de una fuerte carga de adoctrinamiento laboral, han llevado, durante décadas a confundir el rol con el estatus. Es el año 2000. He terminado la carrera. Trabajar en un estudio de renombre, dirigido por alguno de los profesores de la ETSAM, como falso autónomo, sin seguro, sin maternidad, sin derechos laborales, sin nada, es un orgullo. Es el camino del héroe. Es el trabajo deseado. Algunos, pocos, están opositando. Nos reímos de ellos. No han aguantado. Me miro ahora, en la distancia: era, éramos, idiotas.
Al confundir el desempeño con la titulación y la excelencia con la estética se confunde la honestidad en el desempeño laboral y el conocimiento con la aprobación, en ocasiones puramente visual, del resultado. Se interpreta, de forma errónea en unos casos e interesada y explotadora en otros, que el trabajo no lo es. Que los arquitectos no trabajamos porque estamos respondiendo a una vocación. Porque estamos dando liebre por gato, y lo hacemos
felices y recibiendo como único pago el cumplimiento de esa vocación que, lamento decirlo, descargada de cualquier componente económico, deviene en precarización. Y en explotación.
Porque, seamos sinceros, hay quien se ha aprovechado de esta realidad. Hay quien lo ha hecho desde las escuelas de arquitectura. Desde estudios premiados. Desde jurados de premios internacionales. Los menos, como fieles transmisores de una narrativa laboral que, idealizada, no encajaba ya con la realidad, agentes conversos de la precarización. Los más, como participantes activos de una dinámica empobrecedora. Clasista. Extractiva y machista que es tanto más reprobable cuanto más ha se ha sustentado, voraz, sobre un principio tremendamente frágil: la vocación de sus egresados.
Dar liebre por gato. Está era mi preocupación hace siete años. Lamento decir que lo sigue siendo hoy. La arquitectura es muchas cosas. Y es un trabajo. No estamos en 1941 aunque, y esto es lo preocupante, parte del debate docente y profesional lo esté aún. La falsa economía colaborativa, la gig economy, la presentación de la autoexplotación formativa, en los términos expresados por Byung Chul Han, permean la vida reproductiva. Lo trabajadores cognitivos —y los arquitectos lo son— entremezclan trabajo y vida hasta el extremo en que —recordemos a Sennett— un fallo en el cumplimiento del plan vocacional —incluida la explotación entendida como rito de paso formativo— se considera un fracaso vital.
Hay una cantidad desmesurada de arquitectos frustrados. Profesionales que no quieren volver a una profesión que los engaño. Que los explotó. Que les oculto una realidad tan sencilla como evidente:
El trabajo honrado -Da igual en que rol—, empleando las capacidades aprendidas, es la verdadera excelencia.
Confundir la estética con la ética es un error.
Un trabajo honrado, requiere un salario justo.
El trabajo se paga. Siempre. El aprendizaje no es pago. El aprendizaje de los trabajadores es una inversión del empleador. Mejores trabajadores, mejor empresa.
No eres un artista. Eres un trabajador.
Tampoco eres un discípulo.
Tu jefe no es un maestro. Es un empleador.
Una liebre no es un gato. Es más cara.
Podéis dar liebre por gato, pero siempre —siempre— cobrando la liebre.