La política del cómo
En muchas conversaciones con colegas de la profesión, en algún momento de estas, surge el tema de la desequilibrada ecuación entre el poco espacio que queda para dibujar, pensar y crear y la expansiva y agotadora dedicación a la gestión del conflicto diario, la gestión normativa y administrativa y/o la gestión de las dinámicas económicas en muchos casos electorales, que no políticas, que todo proyecto conlleva.
Seguramente, en parte, es la expresión de lo que la disciplina de la arquitectura fue.
Porque por la simple ley del péndulo, en una época no muy lejana, dibujar y crear parecía un territorio propio de ciertos arquitectos, de los elegidos. Una forma de hacer arquitectura míticamente relacionada con la confrontación heroica ante el vacío, que evoca la famosa pintura de Caspar David Friedrich, esencia del romanticismo alemán del siglo XIX. Muchos conocemos la obra, pero quizás no tantos conocemos el título de esa pieza maestra: El caminante sobre el mar de nubes, pintado entre 1817 y 1818. Y era el arquitecto, casi siempre un hombre, que se erigía de entre la bruma cegadora y con apenas un golpe de lápiz, dibujaba y creaba el mundo.
Quizás exagero, pero sin duda el título de la obra funciona como una metáfora de la actitud genuinamente mítica de los pintores paisajistas del XIX que de alguna manera se adentró en el arte, la arquitectura, la música, el teatro y todas las disciplinas creativas hasta bien entrada la década de los años 50 del siglo pasado.
Simplificando desvergonzadamente, la obra remite al genio, al demiurgo que en la filosofía platónica y gnóstica venía a fijar un rol de artífice universal que se erigía como principio ordenador de los elementos preexistentes.
En pocas palabras, una figura similar a la de un artesano, capaz de dar forma al universo físico, que vehicula su acción creadora a través del genio, un concepto preislámico que se refiere a una criatura sobrenatural, mágica y dotada de un espíritu puro. Una mística que ha llegado a nuestros días sintetizada en el espíritu que surge de la lámpara de Aladino, capaz de conceder cualquier deseo.
Esta figura totémica, imbuida de un poder sobrenatural, llegó hasta finales de la década de los 90 del siglo XX y principios del siglo presente, con el vulgar apelativo de los Starchitects hasta su declive social, una vez la crisis financiera del 2008 dio al traste con esa supuesta capacidad de conceder húmedos deseos arquitectónicos a políticos y financieros sedientos de ego.
La toma de decisiones para crear un proyecto de arquitectura quedaba marcada antes del 2008, por la capacidad de sometimiento de todo el engranaje que orbitaba alrededor de un encargo a las visiones del druida de turno, que con más acierto o ninguno, señalaba el camino a seguir.
Si alguna cosa buena trajo la debacle económica de la primera década del siglo, fue la convicción de que cualquier proyecto de arquitectura es un proceso colaborativo.
La naturaleza de esta colaboración y la forma en que ocurre en la práctica ha sido objeto de mucho debate dentro del discurso arquitectónico. En los últimos años, ha aumentado el interés por estudiar cómo se llevan a cabo los procesos de colaboración dentro de los proyectos de arquitectura en general, desde las primeras etapas hasta su finalización. Esta reflexión busca explorar un aspecto de esta pregunta: a saber, la política de cómo las colaboraciones se enzarzan en un proyecto durante las fases de desarrollo de este, cuando el arquitecto no necesariamente lidera el proceso intelectualmente en exclusiva y los equilibrios entre disciplinas que tienen un peso específico balancean los momentos decisivos del proyecto.
Los procesos colaborativos son importantes en el desarrollo de proyectos porque permiten que varias personas con diferentes antecedentes y conocimientos trabajen juntas. Estos procesos permiten un intercambio productivo de ideas y, en última instancia, un mejor proyecto urbano y arquitectónico.
Los tres procesos de colaboración que utilizan los proyectos en arquitectura son la creación de consenso, el mapeo de las partes interesadas y la diligencia debida.
La construcción de consenso es el proceso de llegar a un acuerdo colectivo sobre un proyecto. El mapeo de partes interesadas es el proceso de identificar los diferentes grupos de personas que tienen interés o impacto en un proyecto. La debida diligencia es el proceso de comprobar que toda la información que se presenta es precisa y está actualizada.
Estos tres procesos deben de forjar un continuo en las idas y vueltas propias de la fase creativa de la arquitectura y exigen una corresponsabilidad de todos los ámbitos que intervienen en la colaboración, desde la ciudadanía hasta los equipos técnicos, políticos y económicos que rodean cualquier dinámica urbana.
La creación de consenso permite que todas las partes participen y lleguen a un consenso, mientras que el mapeo de las partes interesadas y la diligencia debida permiten que se escuchen todas las voces y se investigue toda la información. Estos procesos llegan a ser muy precisos y eficientes. De forma natural, nuestra profesión permite liderar estas dinámicas, apoyadas con un relato que retoma y se nutre de aportaciones dispares que traducimos urbanismo y arquitectura.
A mi modo de ver hay tres razones que danzan alrededor de un cambio de un proceso creativo centrado en la individualidad a otro centrado en el máximo común múltiplo que proviene de disciplinas que no pertenecen estrictamente al conocimiento del arquitecto.
La complejidad de los proyectos es una de las razones principales, no hace falta que un proyecto sea grande para que tenga que lidiar con múltiples reglamentos, intereses y posiciones encontradas. Queda muy lejos el tiempo en que el arquitecto podía solucionar todos los inputs de un encargo desde la mesa de dibujo.
La segunda razón es la emergencia climática. Hay una razón de rango superior a la que todo proyecto urbano debe someterse. Es urgente que proyectualmente contribuyamos a la aceleración de la transición energética, social y económica. Eso significa que necesariamente se deben incorporar nuevas variables en el proceso de la toma de decisiones proyectuales que provienen de otras disciplinas, lo que nos obliga a colaborar.
Por último, y no menor, el fin de la confianza política. Si hace medio siglo los ciudadanos seguían confiando en los políticos de cercanía y en ellos delegaban las grandes decisiones que les podría afectar directamente, hoy esa confianza no existe, y son los ciudadanos los que exigen participar en persona en los procesos de desarrollo de un proyecto y obtener un espacio legítimo donde expresar su voz.
Los proyectos de una cierta trascendencia se construyen como un móvil de Alexander Calder: un conjunto de piezas en un equilibrio interdependiente, donde cada pieza responde a una lógica propia y el conjunto se equilibra a partir de las relaciones entre ellas.
Así, los arquitectos y las arquitectas nos enfrentamos al delicado compromiso de mantener un equilibrio de rango superior que la mera resolución formal y material de un proyecto.
Somos equilibristas en un medio dinámico.
En otras palabras, ya no sancionamos desde una distancia genuina, sino que nuestro cometido es encontrar el entendimiento entre partes que, en apariencia, solo en apariencia, se contradicen. La labor de la arquitectura consiste en poner en práctica la razón modesta y laboriosa, donde todo suma y mejor, todo multiplica.
Se rechazan, por tanto, las facilidades de la intuición y la dialéctica, como también se rechazan las tentaciones de lo absoluto.
La arquitectura se otorga la potencia de comprender nuestro acceso particular a lo universal.
Manejamos de forma delicada las ecuaciones de la complejidad y las reformulamos para que combinen de manera estable en un proyecto que debe atender a lo urbano y a lo ciudadano.
El objetivo final de la arquitectura ya no atañe solamente en la creación de objetos bellos en términos compositivos, sino a objetos bellos en términos sociales y climáticos. Así, la noción de belleza se ha desplazado de la rotundidad al equilibrio, de la contundencia a la circularidad.
La arquitectura se somete a lo virtuoso, a transformar desde el compromiso con la legión de seres humanos que habitarán nuestros edificios y nuestros barrios. A darles una historia mediante la cual recuperarán su papel activo en la política real del qué y del cómo.
En ese sentido, los proyectos surgen de la poesía del lugar y de la inteligencia colectiva. Del lugar como palimpsesto de grandes y pequeñas historias humanas y de la inteligencia de los que allí ya están, de los ciudadanos que acumulan miles de experiencias de primera mano que ayudan a entender lo que ninguna encuesta es capaz de predecir.
A fin de cuentas, la arquitectura y el urbanismo es la herramienta que transforma la democracia en algo tangible, en objeto físico. Es el eslabón definitivo de la libertad individual socialmente responsable.
En nuestra experiencia profesional en Archikubik nos vemos envueltos en procesos donde las razones por las cuales la forma y la materia acaban siendo un muy específico móvil de Calder, escapan de nuestra voluntad exclusiva. Son la suma muchas voluntades y muchos conocimientos, algunos de los cuales no nos pertenecen, que configuran delicados entornos urbanos que hunden sus raíces en un pensamiento circular.
Se toman en cuenta los ciclos de vida en su contexto más amplio, el ciclo de la vida de aquellos que vendrán, el ciclo del agua entendido como un bien escaso, el ciclo de los materiales que se emplean, el ciclo de un aire sano y renovado, el ciclo de los residuos para que, minimizados, vuelvan a entrar en la cadena de uso, el ciclo de las estaciones donde cada estación potencia un uso de la arquitectura específica, el ciclo del habitar a lo largo del tiempo, el ciclo de la energía para que su huella en el planeta y en las carteras sea mínimo y el ciclo económico de lo que va a quedar, edificios, calles, parques, para que pasen de la columna del gasto a la columna del rendimiento.
No hay que alarmarse, en toda esta la panoplia de ecuaciones cruzadas, las arquitectas y los arquitectos seguimos siendo fundamentales.
Lo somos porque estamos a cargo de la construcción del sentido narrativo y político del proyecto.
Los procesos colaborativos no se circunscriben solamente a la participación de la ciudadanía. Eso es una parte, relevante, pero parcial del proceso.
No hay nada que temer, nuestra aportación es central, aunque nuestra aportación ya no sea la única. Paisajistas, ingenieros, sociólogos, expertos en energía, expertos en cálculo de CO2, expertos el cálculo de la aportación de materiales de origen biológico o geológico, expertos en cuantificar la aportación de materiales de reempleo, hidrólogos y a veces un apabullante número de otros especialistas, ayudan a crear un relato equilibrado que debemos hilvanar en la forma de un tejido de decisiones que por convicción y por ética, nos corresponde incorporar en nuestras decisiones espaciales.
La arquitectura y el urbanismo nunca estuvo tan poblado de conocimiento y más cercano a los retos de una sociedad abierta, dispar y heterogénea, que sin embargo, por primera vez, comparten el mismo problema, la supervivencia en un planeta hiperpoblado.
A todo esto, ¿qué hemos perdido por el camino?
No solamente no hemos perdido nada, disciplinarmente seguimos siendo responsable de los mismos principios vitruvianos, utilitas, firmitas y venustas. Ahora el vector que rige las decisiones y que nos dirige por el camino de dar formas a esa responsabilidad está plagado de nuevos conocimientos, de objetivos medibles, de resultados que se pueden comprobar y que construyen la matriz del relato de la arquitectura.
Colaborar es al final más farragoso, quizás más arduo, pero a cambio nos acerca con mayores garantías a resultados que detrás acumulan mucha realidad. La realidad de los que la vivirán, la realidad de los que conceptualizan el aire, el agua, el C02, la realidad que se impone sociológicamente, la realidad que se atribuye el derecho a no transformar al precio de reventar.
Si la arquitectura es la expresión de una realidad que viene, mejor que vaya con las alforjas bien cargadas de la realidad que fue y la que potencialmente es.