

La arquitectura configura los espacios en los que vivimos, trabajamos, nos divertimos y hacemos casi todas las cosas de la vida, pero si en algún sitio es determinante para ella es en nuestra casa. Para nuestra vida y para las de quienes comparten ese espacio con nosotros.
Hace poco ha salido a la opinión pública un reportaje sobre una nueva especialización arquitectónica: la que viene a aliviar los problemas del divorcio tomando el exhogar familiar y dividiéndolo, a menudo tan forzadamente como se ha dividido la pareja.
Esto se ilustra con un ejemplo cuyo acierto o torpeza de diseño no voy a analizar. Pero sí que se dice en el texto que si el piso es de los burguesones de antes, con entrada de señores y entrada de servicio, es más fácil (aunque el problema es cuál de los exmiembros de la expareja adopta el papel de señor-a, con entrada noble y apartamento a tutiplén, y cuál el de criado-a, con todo cutre). También se dice que en una vivienda unifamiliar exenta es aún mejor. Sí. Eso sí.
Lo que parece claro es que, sea el sistema que sea, los niños quedan convertidos en rehenes de sus padres (como de alguna forma ocurre independientemente del problema arquitectónico). Los hijos (lo vemos también en el plano) pasan a ser “zonas comunes”. Cuando se establece una división horizontal hay que señalar cuáles son las zonas comunes y qué porcentaje de participación tienen en ellas las partes divididas. En eso, que hasta ahora lo establecía solo el juez, parece que también tiene algo que ver el arquitecto.
Se ve que los hijos tienen sus dormitorios estancos y desde ellos pueden pasar a ver la tele a uno u otro salón, o entrar y salir a la calle por una u otra puerta y, en definitiva, compartir el tiempo con uno u otro de sus progenitores. Pero también vemos que quedan relegados y refugiados en su cuarto, amarrados a él, replegados.
Los dormitorios de los hijos forman como una cápsula de descompresión de un submarino o de una nave espacial. Supongo que las puertas de conexión con cada apartamento parental están conectadas y se excluyen, de manera que al abrirse una se bloquea la otra para que no puedan coincidir ambos progenitores en la visita a los hijos, ni tampoco utilizar este filtro para pasar de su apartamento al del oponente.
La verdad es que todo esto que llevo escrito es aplicable a cualquier divorcio, independientemente de la arquitectura. Aunque los divorciados vivan en casas separadas el trato con las zonas comunes (los hijos) es similar, y el estado de estos muy parecido.
Y es que la arquitectura, por muy aparatosa que sea, apenas interviene en el problema. Pero la arquitectura es un reflejo de la vida, y la buena debería ayudar a la vida en lo que pudiera, aunque a menudo no sea capaz de curar completamente las heridas de la convivencia lacerada o muerta, ni las circunstancias del tiempo, y solo pueda llegar a ser una ortopedia aceptable, un mal menor.
En todo caso la labor del arquitecto/doctor Frankenstein no siempre es saludable, y mutilar y retorcer de esa manera una vivienda que fue diseñada para otra forma de vivir puede ser un fracaso y acabar por no servir ni para una cosa ni para otra.
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