Arquitectura y delito
La arquitectura anda revuelta y nadie entiende a nadie. La novedad se ha acelerado aún más (o tal vez sólo somos más viejos), y así andamos.
Sin embargo, y pesar de la confusión general, existe una consciencia general de que la arquitectura se enfrenta a un momento clave. Ya se han levantado las barricadas ideológicas para el siguiente envite contra la propia arquitectura. Y aunque no sabemos aún por dónde llegará la solución, el tablero ideológico sobre el que se debatirán los siguientes movimientos está cada vez más claro. El argumento de este penúltimo ataque es doble (mientras, por cierto, la crítica sigue hurgando con las uñas sucias en sus propias tumoraciones): La arquitectura, cualquiera que se levante, contamina. Ningún arquitecto medianamente responsable, medianamente comprometido, debiera construir un nuevo edificio. Aunque sea con la promesa de que el resultado obtenga un certificado ribeteado con orlas doradas de una tripe A. Lo que se haga, sea lo que fuere, consumirá una cantidad de medios obscenos e infringirá un daño energético sobre el planeta completamente contrario a la mínima ética. Fin del asunto. Si acaso, podrá admitirse la rehabilitación, última forma tolerada para actuar en el mundo de la edificación. Eso sí, que no sea con hormigón, material que emite toneladas de inaguantable CO2, ni con materiales que viajen por el mundo en contenedores transoceánicos, o con aquellos cuya extracción ahonde en un desequilibrio territorial o de explotación de recursos que no sea cuidadosamente sostenible…
El segundo argumento circula por la sensible vía de la equidad (con las minorías oprimidas o con los colectivos minusvalorados o despreciados). Si en una de esas rehabilitaciones, un colectivo de los anteriores, un colectivo al que es sensible el mundo woke, detecta un mínimo asomo de desequilibrio, el resultado será la cancelación automática del autor y de la obra.
Sin entrar en el derecho y en las sensibilidades legítimas de ambos argumentos, el resultado de la siguiente crisis será fruto de la extrema sensibilidad hacia los procesos, clientes y modos en los que se desarrolla la arquitectura. No habrá quien haga un mísero edificio en los próximos años sin el temor de ser acusado de crímenes contra (parte de) la humanidad.
Si el exceso de consumo energético de los inmensos vidrios simples empleados por Mies Van der Rohe, (al que por cierto le importó una castaña nada relativo al cálculo de las pérdidas energéticas de su arquitectura) o de Le Corbusier, (al que le sucedió otro tanto de lo mismo en cuanto a la cantidad de hormigón empleado en su trabajo), les hace ser mirados hoy con ojos sospechosos a pesar del magisterio de sus obras, el problema no se detiene en ese punto. ¿Puede ser una obra separada del juicio de su propio tiempo? Desde luego a Cristobal Colón no parece que se le vaya a perdonar fácilmente su hallazgo ¿Y a Caravaggio? ¿Hasta dónde se producirá el juicio sumario al pasado en el campo de la arquitectura? ¿Aguantará alguna obra las acusaciones en el territorio de lo sostenible o de la equidad cuando habitamos en un mundo impuro, en esta imparable “hamartiosfera” (“esfera del mal” en términos teológicos) en que se mueve el mundo de la arquitectura?
Aunque suene exagerado, lo cierto es que las posibilidades de hacer arquitectura se reducen, cada vez más, al papel. Solo el proyecto que se quede en su representación puede que merezca ser debatido. Me refiero a una arquitectura que no ofenda. Por ahora, no hay solución en occidente para esta inmensa sobrepresión. Como no sea la de hacer una arquitectura todavía más ensimismada, no veo mucha solución a este galimatías.