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El ansia del calderero

Acabo de ver la web de un compañero, y no es la primera, ni la segunda (ni la quinta) que tiene como portada, o al menos en un lugar preponderante, una imagen de su proyecto fin de carrera. Ya sabéis: un ambicioso centro cultural, un teatro de ópera o un rascacielos que diseñó en la escuela a los veintipocos años, sin tener aún ni idea de lo que es esta profesión y cuando soñaba con ser una gran figura en ella.

Muchos años después, ha conseguido logros que entonces eran impensables para él: decidir un detalle que resolvió la instalación de una caldera estanca, evitar la ejecución de un montón de micropilotes mediante una solución sencilla y muy sabia que le ahorró mucho dinero a su cliente, pelear unas certificaciones de obra que le quitaron el sueño durante semanas.

Sin embargo, de lo que se sigue sintiendo orgulloso es de aquel ingenuo proyecto escolar, muy aparatoso y llamativo, pero irrelevante. Otra genialidad más, como las de todos los demás alumnos de todas las escuelas de arquitectura.

Es una maldición que nuestra carrera sea tan “artística” y que, siendo estudiantes, tengamos tantos pájaros en la cabeza y tanta ansia por triunfar. ¿Qué es triunfar? No sé qué nos creemos, de verdad.

Luego la vida se encarga de ponernos en nuestro sitio (tal vez, no sea el que nos merecíamos, quién lo sabe… pero en definitiva es el nuestro), y nos convierte en profesionales. A menudo (es más, me atrevo a decir que casi siempre) en muy buenos profesionales. Pero, aunque hayan pasado tantos años, seguimos siendo ridículos arrastrando ese afán: “Hago estudios de viabilidad para una empresa promotora; pero, cuando era en mis años mozos, diseñé una escuela de artes escénicas”.

¿Y qué? ¿No te das cuenta de que haces unos estudios de viabilidad buenísimos y de que aquella escuela no era nada de nada? ¿Por qué no estás orgulloso de tus estudios de viabilidad? Esa ansia de artista que te lleva a exhibir tu inmaduro proyecto fin de carrera y no querer hablar de tu trabajo profesional (no brillante, de acuerdo, pero sí competente, inteligente y útil) te avergüenza y te convierte en un fracasado cuando no lo eres en absoluto.

Durante años tuve una tertulia quincenal en Madrid con amigos arquitectos. Nos lo pasábamos muy bien y nos reíamos mucho; pero, también afloraba a veces esa ansia, esa vanidad, esa necesidad de desplegar las plumas coloridas. Aunque ninguno de nosotros tenía tanto de eso como un poeta que venía de vez en cuando porque le invitaba una compañera que medio salía con él. Aquel único no-arquitecto no se sentía desplazado. Por el contrario, a menudo tomaba todo el protagonismo leyéndonos alguno de sus poemas, poniendo a parir a casi todos los poetas consagrados y proponiendo proyectos tan atractivos como disparatados.

Traigo a colación a este personaje porque una de las primeras veces que vino, tras hablar encendidamente durante horas con furor entusiasta se despidió abruptamente y nos repartió sus tarjetas. Leímos: “Fulano de Tal. Taller de Calderería. Tuberías, depósitos, cisternas. Precios competitivos”. Nos dio la risa porque éramos y seguimos siendo idiotas. Porque no nos dimos cuenta de que todos somos caldereros, de que soñamos con conquistar el mundo y enamorar a multitudes, pero nuestro destino es soldar chapas a precios competitivos. Y no queremos admitir que es esto lo que hacemos verdaderamente bien y para lo que le somos útiles a alguien.

Por:
Soy arquitecto desde 1985, y desde entonces vengo ejerciendo la profesión liberal. Arquitecto “con los pies en el suelo” y con mucha obra “normal” y “sensata” a sus espaldas. Además de la arquitectura me entusiasma la literatura. Acabo de publicar un libro, Necrotectónicas, que consta de veintitrés relatos sobre las muertes de veintitrés arquitectos ilustres.

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