Tocar tierra
En nuestro último post nos aventuramos a afirmar que existe una tendencia actual reversa según la cual el mundo rural comienza a invadir el reino del cemento. Tal y como interpretamos nuestra misión como arquitectos en la década de los 2020, una de las cuestiones fundamentales que debemos atender y promover activamente es facilitar la reconexión de los habitantes de las ciudades con la tierra, y en consecuencia ofrecer soluciones de permeabilización del suelo urbano. Sous les pavés, la plage!
Esta idea viene a sumarse a múltiples estrategias de naturalización de la ciudad como el camuflaje verde de cubiertas-huerto y fachadas-jardín vertical, las bondades del diseño biofílico o la mejora del espacio público que tantas veces camufla la ciudad subterránea de las grandes infraestructuras urbanas, pero no confundamos.
Aquí no hablamos de colocar jardineras sobrepuestas a lo construido sino de conectar verdaderamente con la Madre Tierra. Nos referimos a integrar en el diseño arquitectónico y paisajístico la filosofía llamada earthing o grounding, tan de moda hoy en día, y tan esencial por otro lado. Uno más de esos “descubrimientos” que son en realidad la recuperación de nuestra memoria ancestral como especie natural, olvidada tras siglos de desarrollo tecnológico.
Resulta, y aquí viene la coletilla “estudios científicos confirman”, que al igual que los baños de bosque, introducir en nuestras rutinas el contacto directo con la tierra (caminar descalzos, tumbarse en el suelo…) es un factor medioambiental que beneficia la salud. Las razones, más allá de las puramente psicológicas, están relacionadas con las oscilaciones de los circuitos eléctricos de la tierra, cuyo contacto estabiliza el medio bioeléctrico de nuestros órganos, tejidos y células, además de ayudar a fijar los relojes de biológicos que regulan los ritmos naturales del cuerpo con los cambios estacionales, como la secreción de cortisol.
Nuestros cuerpos están diseñados genéticamente hablando para estar en contacto continuo con la Tierra, y resulta que vivimos en ciudades de hormigón y asfalto y utilizamos calzado con suelas aislantes de plástico. Nuestra existencia se desarrolla normalmente a varios grados de separación del contacto con la superficie de suelo natural.
Rompamos la dura corteza de cemento que aún cubre la mayoría de los tristes patios de nuestros centros escolares, que lxs niñxs toquen tierra y jueguen al abrigo de los árboles. Aumentemos la superficie no pavimentada del espacio público. Introduzcamos sumideros de drenaje en zonas verdes e industriales… Volvamos a mancharnos los zapatos de tierra y barro.
Y aquí entra en juego otro de los grandes problemas ambientales que afectan a la capacidad resiliente de los entornos urbanos ante el cambio climático: el efecto islas y microislas de calor, que en ciudades como Madrid pueden llegar a producir una diferencia de temperatura entre barrios e incluso calles del mismo barrio de hasta 10 grados (nos remitimos a la reciente ponencia de Javier Neila en el I Congreso ISViS 2021, minuto 3:42). La tierra absorbe la energía solar, bueno; el asfalto la rebota, malo.
Se trata por tanto de introducir una estrategia contraria a la que el ser humano viene ejecutando los últimos siglos: des-pavimentar, des-asfaltar, des-contaminar… que “tierra urbana” deje de ser sinónimo de ”tierra yerma” está en nuestra mano como arquitectos, paisajistas y urbanistas. Atesoramos no pocos referentes de actuaciones ejemplares en la historia de la arquitectura contemporánea que han tenido en cuenta esta misión. ¿Habrá llegado al fin el momento de enarbolar la bandera de los groundscapes?