

El texto del reciente comunicado de Architectural Workers United en el que anuncian que abandonan el intento de establecer un sindicato en SHoP Architects para exigir una normalización de sus condiciones laborales, revela —en una atenta lectura entre líneas— que uno de los principales problemas que estas iniciativas encuentran es, precisamente, que persiste entre los arquitectos la percepción de que el trabajo asalariado es un estado temporal en el que la permanencia es pasajera. Esta temporalidad, basada en la mistificación del arquitecto liberal como definidor del estatus profesional, introduce en el ámbito laboral dos consecuencias directas: la primera el desclasamiento de unos trabajadores que, en un limbo propioceptivo, no se perciben como tales. La segunda, que ese desclasamiento los hace mucho más proclives a tolerar situaciones de explotación como una consecuencia menor de esa falsa provisionalidad que oculta en realidad una precariedad laboral propia del cognitariado del siglo XXI.
En este sentido, cualquier investigación sobre lo laboral debe extenderse más allá del ámbito de los trabajadores para analizar la estructura del trabajo y a quienes poseen los medios de producción, esto es: los empresarios de la arquitectura.
En España quizá sea este el primer problema: si los arquitectos-trabajadores no se perciben como tales tampoco suelen hacerlo los arquitectos-empresarios, en muchos casos porque la imagen del ‘taller’ falsamente transversal les permite mantener la precariedad laboral, camuflada como frescura / vocación / pasión. Así, la inexistencia de una patronal presenta, para el caso de los arquitectos españoles, unas circunstancias particulares.
La profesión ha dependido tradicionalmente para estas cuestiones de los Colegios de Arquitectos, cuya dificultad para adaptarse a la nueva realidad laboral los ha situado en una crisis constante. Tomando como ejemplo el de Madrid: una minoría de un tercio de los colegiados visan (el modelo de arquitecto liberal para el que el Colegio se pensó) pero son sus pagos de visado los que sustentan la institución. Esa dicotomía sitúa al Colegio en una difícil situación: depende económicamente de la minoría pero necesita a la mayoría para mantener una relevancia que justifique su existencia como agente de derecho público que representa de forma extensiva a la profesión. La percepción por parte de esa mayoría de colegiados que no visan, o de los que ni siquiera se colegian, es la de que el Colegio es —en el mejor de los casos— una patronal y —en el peor, pero mucho más descriptivo— un sindicato vertical corporativo.
Atenazados por su propia definición los Colegios exhiben (y publicitan) una voluntad extensiva, para todos los titulados, pero la tensión entre dos modelos de colegiados opuestos (empleados y empleadores, trabajadores y poseedores de los medios de producción) imposibilita su labor y hace que las incursiones de la institución en lo laboral, por bienintencionadas que sean, resulten poco prácticas (y que suelan serlo aún menos para los arquitectos-trabajadores). Sin unas estructuras de diálogo social estables, funcionales e independientes, tanto el desgaste de la institución, ocupada en una labor que —más allá de la mediación y lo deontológico— le es imposible, como la desestructuración del sector, están garantizadas.
Si los Colegios quieren tener una posición distinta, necesaria, transversal e inclusiva, que revalorice su compromiso con la sociedad (una de las razones por la que se crearon a principios del siglo XX), deberían cuestionar su ‘patronalización’ sobrevenida, cediendo esa labor —no solicitada pero que ejercen tácitamente— a unos empresarios que, excesivamente cómodos dentro del paraguas institucional / corporativo de los Colegios y anclados aún en la figura del taller con discípulos más que en la de la empresa con trabajadores, han tenido poco o ningún interés en organizarse.
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