
Giuseppe Pellizza da Volpedo, El cuarto estado, 1898-1901 (Versión (mala) del autor)
En “Los dominados y el arte de la resistencia”1 , James C. Scott señala que los efectos de la dominación más efectivos son aquellos en los que los dominados naturalizan el sistema para asumirlo como propio. Exige pues este proceso de una promesa de superación en la que el dominado alcanzará, si cumple con determinadas condiciones impuestas por los dominadores, un lugar entre aquellos.
Para los arquitectos españoles desde el siglo XVII, cuando la titulación se asocia a un proceso controlado por la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la dominación supera el concepto de ‘título’ para emplear el de ‘estatus’. La pregunta que los profesionales emplearán es la muy sencilla, y nada inocente, ¿Qué es un arquitecto?
De la respuesta correcta a esta cuestión dependía algo que iba más allá de la titulación para adentrarse en cuestiones estilísticas y de pertenencia que separaban a unos de otros y, en buena medida, reservaban ese estatus a ciertas prácticas o aproximaciones disciplinares.
Scott señalaba también que el discurso de los dominadores no es una impostura. La casta dominante no presenta un discurso sabidamente falso, sino que lo asume convirtiéndolo en un reservorio psicológico que le permite un dominio carente de teatralización. Así, tanto los dominados como los dominadores naturalizan el discurso sin reservas y la diferencia se establece en el control de las variaciones discursivas, ejercidas siempre por los segundos.
Las digresiones estilísticas resultaron un elemento de control poco eficaz; lo fue mucho más la definición de una narrativa del trabajo que centraba el estatus de arquitecto en un ejercicio profesional muy concreto, en palabras de Ricardo Vergés Escuín2 : el del estricto proceso de diseño, abandonados los desempeños anteriores y posteriores (inmobiliarios, urbanísticos, sociales, económicos, etc.).
Asociado a esta narrativa se introdujo también un concepto de proceso meritocrático – laboral – vocacional que, si bien pudo ser cierto a principios del siglo XX, en los años 1970 había dejado de funcionar. Su mantenimiento, que llevó a la profesión a un nivel de economía sumergida próximo al 75%, sólo puede explicarse desde ese discurso naturalizado al que se refería Scott.
Posicionamientos más recientes que presentan una arquitectura en la que se apela a una verdad única suponen pues el enésimo intento de control de la narrativa profesional de unos sectores profesionales poco acostumbrados a la cesión de privilegios. Al final de la década pasada se puso claramente de manifiesto lo irreal de esa reducción de la oferta y su asociación a una falsa épica vocacional que, en los términos de Remedios Zafra, punza y precariza.
En 2021 el intento de control se lleva a un cientifismo impostado (que no suele compadecer bien con los ejemplos empleados para su justificación) y al empleo retórico de una incorrección política que, extrañamente, se ejerce desde tribunas de poder y privilegio y oculta un movimiento tecnocrático, en absoluto ajeno a ciertos populismos, para el que aspectos disciplinares capaces de ampliar la narrativa profesional como los cuidados, la identidad, el género, la economía y otros factores son —y esta es la ironía— trampas de lo políticamente correcto.
Vergés Escuín nos mostraba, en 1980, una profesión que se había reducido a sí misma a «un resto de lo que podía hacer ayer». Es precisamente el control de ese resto, su ampliación (necesaria) o no, el terreno en el que el debate profesional es, al menos para mí, más interesante.