Los cinéfilos, o simplemente, quienes ya tenemos una edad, recordaremos perfectamente el inicio de 2001: Una odisea del espacio. En él, se pueden ver los primeros pasos de la humanidad hasta que aparece un enigmático monolito. Tras unos momentos de duda, los primeros homínidos se acercan a él con una mezcla de temor, recelo e interés para acabar poco menos que adorándolo. Al poco de eso, empiezan a erguirse, amenazarse, fabricar las primeras herramientas… en el frenesí, uno de ellos lanza su herramienta primitiva al aire que, en el plazo de unos pocos segundos, se funde con una estación espacial. Con esta magistral escena, Kubrick resumía 3 millones de años de (pre)historia de la humanidad en dos segundos y, lo hacía con un Deus ex machina de manual. Con este recurso narrativo, Kubrick transmite sugiere que la revolución tecnológica que dio una ventaja evolutiva a los primeros humanos se debió a un ente externo, de origen desconocido (¿divino?) sobre el que los protagonistas no tienen control alguno.
¿Y qué tiene que ver eso con la arquitectura? Pues más de lo que parece. Periódicamente se repiten noticias alabando las bondades de construir un nuevo museo, ampliar un aeropuerto o convertirse en sede olímpica. El sujeto cambia, pero la narrativa es la misma: la promesa de riqueza para una zona geográfica determinada en forma de trabajo, turistas, inversores, empresas… requiere de la creación de, por lo menos, un edificio que actuará como «Hub» (¡cómo nos encanta esa palabra ahora!). Pero no hablo únicamente de proyectos urbanísticos de dudosa motivación: también podría decirse algo similar sobre las noticias sobre cómo puede reducirse la contaminación o mejorar la salud y bienestar de las personas a través del placemaking o del urbanismo táctico. En otras palabras, ponemos un museo y esperamos que vengan turistas, ponemos un casino y esperamos que se genere empleo, ampliamos un aeropuerto y esperamos que las multinacionales traigan sus sedes y sus euros, pintamos líneas y dibujos en las calles y esperamos que los coches dejen de circular y la gente las use para todo tipo de actividades y sea más feliz y sana al hacerlo.
Todas estas visiones tienen mucho en común con el monolito de la película: en todas ellas hay una pretensión de que la arquitectura, ese constructo externo y mágico, lo resuelva todo. Y no. A los ejemplos me remito: por cada Gugghenheim de Bilbao hay un sinfín de villas olímpicas, aeropuertos, centros comerciales o recintos feriales convertidos en cadáveres inmobiliarios. Así que, siento decirlo: la arquitectura no resuelve nada en si misma. A menudo, su capacidad de transformación no va más allá de lo estético, porque de nada sirve sin las personas que la habitan, la utilizan, la adaptan, e incluso la modifican. ¿Significa que la arquitectura es irrelevante? ¡En absoluto! La arquitectura, el urbanismo, organizan el espacio y sientan las condiciones materiales para que la vida se desenvuelva en/alrededor de ellas. Al hacerlo, facilitan determinados comportamientos mientras que dificultan o, directamente, imposibilitan muchos otros (normalmente aquellos para los cuales no fueron ideados). Por tanto, sería naïf esperar que más gente se desplace andando o en bicicleta si únicamente disponen de aceras estrechas y en mal estado o las calzadas están llenas de coches a gran velocidad. Pero también lo sería pensar que, por el mero hecho de tener una infraestructura adecuada, la gente vaya a cambiar sus hábitos si no se acompaña de otras medidas que van más allá de la arquitectura o el urbanismo.
Es por ello que hay que evitar caer en esta suerte de fetichismo de la arquitectura y dejar de verla como un Deus ex machina. Puede que sea condición necesaria, pero no es suficiente. No basta con otorgarle cualidades mágicas y esperar luego con los brazos cruzados. Hay que romper este ensimismamiento, esta mistificación, y tomar consciencia de que la arquitectura es un elemento más (clave, quizá) en un complejo entramado en el que hay otros actores tanto o más poderosos y dinámicas que tienen que ver con economía, política, geografía, ecología, antropología… entre otros. Solo así será motor de las transformaciones prometidas. Estará por ver qué tipo de transformaciones producirá, pero eso, mejor, lo dejamos para otra ocasión.
Carlos Cámara
Arquitecto. Investigador. Profesor. Estudiante. Interesado por todo lo relacionado con la cultura libre y por las comodificaciones entre ciudad, tecnología y sociedad. PDI en la Escuela de Arquitectura y Tecnología de la Universidad San Jorge. Doctor en Sociedad de la Información y el Conocimiento por la Universitat Oberta de Catalunya.
La edición de esta publicación ha sido patrocinada por Arquia Banca.
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