
Yahvé durante la tarde del tercer día de la creación. (Miguel Ángel, “La creación de Adán, ca. 1511)
Todos los males tienen su origen. El de uno que con frecuencia me acecha se remonta al momento mismo de la creación. Dice la Biblia1 que el tercer día Dios agrupó las aguas hasta hacer aparecer la tierra firme y que, hecho esto, vio que era bueno. Estoy casi seguro de que el creador se dedicó a esta tarea solo por la mañana, destinando la tarde a unas ociosas labores de paisajismo que, aparentemente, se prolongaron hasta el ocaso2. Parece que Dios, como tantos de nosotros, fue superado en esta ocasión por un poder superior: el tradicional cierre por mantenimiento de la web de Catastro de las tardes de los miércoles. Porque una cosa es ser omnipotente y otra, como señalaba Santo Tomás de Aquino3, hacer realidad cosas imposibles.
Desde entonces muchos venimos sufriendo el que la labor de creación de la tierra se tuviese que quedar a medias. Porque lo de los límites y la titularidad de aquellas aguas ya reunidas, ese dominio público marítimo-terrestre, estaba más o menos claro, aunque de vez en cuando trabajos como los de Pedro Hernández (@laperiferia) nos recuerden que no para todo el mundo. Pero lo de los límites de la tierra seca es una cuestión diferente que no ha dejado de ganar en complejidad desde el momento en que sus habitantes, y potenciales propietarios, comenzaron a ser más de dos y Caín se erigió como el primer registrador de la propiedad en la también primera ciudad de la historia, Enoc 4
Como urbanista tengo desde hace cierto tiempo la sensación de estar experimentando algo similar a aquellos habitantes de la también bíblica ciudad de Babel5, incapaces de hacerse comprender a pesar de perseguir una meta común. Y no me refiero al siempre esforzado aunque agradecido trabajo de armonizar intereses particulares y colectivos propio del planificador, sino a una cuestión más vulgar y mundana: la de conseguir que arquitectos, registradores, notarios y catastro abandonen por un momento sus particulares torres y comiencen a hablar el mismo idioma.
Lamentablemente, en esta batalla lingüística los arquitectos hemos salido derrotados. Nuestras abstractas preocupaciones por las ideas, lo espacial, lo social… han sucumbido ante un falso ídolo, el de la precisión cuantitativa6. Notarios y registradores, cuyos textos son siempre ejemplo de precisión y claridad, se han puesto de acuerdo para establecer que la tolerancia admisible en la representación cartográfica del territorio es de apenas un centímetro7. Un absurdo de hiperprecisión sobre una realidad que, si por algo se caracteriza, es por su ausencia.
Me piden que confíe en el sistema, que tenga fe. Y tienen razón, porque catastro y fe son dos conceptos unidos desde el origen de los tiempos. Pero cuando trabajo en una de estas operaciones solo un acto me sirve de consuelo, el de imaginarme que lo que diseño no son solo territorios sino también cruasanes. Unos cruasanes que tendré que acotar con extrema precisión. De algún modo eso me hace sentir, al menos por un momento, que sigo siendo arquitecto.