Hacerse una casa

Fotograma de la película El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford. Tom Doniphon (John Wayne) se dispone a incendiar la casa que estaba construyendo para vivir en ella con Hallie (Vera Miles).

Llevo treinta y seis años haciendo casas a la gente, recibiendo en mi estudio a parejas ilusionadas y nerviosas, saturadas de información y de ideas (a menudo contradictorias), que en principio quieren algo muy sencillo y cómodo; pero que, como todos nosotros, cargan con un montón de imágenes, de sensaciones, de recuerdos y de pretensiones poco racionales. Todos tenemos falsas imágenes de nosotros mismos. Creemos que nos va a gustar mucho estar los domingos por la mañana en ese porche leyendo y una vez que finalmente lo tenemos no lo usamos jamás.

Toda la casa que pensamos es como ese porche. No sabemos qué queremos ni cómo lo queremos, pero no porque seamos tontos, sino porque es imposible manejar tantas posibilidades abiertas. Hacerse una casa es prever el futuro y proyectarse en él, y eso es imposible.

Además de eso, hacerse una casa es para casi todos una de las experiencias más fuertes y más extenuantes que van a tener en su vida. Para empezar, cuesta muchísimo más dinero del que se tiene, por lo que hay que endeudarse considerablemente para un montón de años. Pero es que, además, hay que sortear y aguantar a un montón de profesionales incumplidores y testarudos, desde el arquitecto hasta el pintor. Nadie hace lo que se esperaba de él, ni cuando se esperaba ni como se esperaba. Durante buena parte de la obra todo es un caos, y para cuando la cosa se tranquiliza un poco los propietarios están ya rendidos, hartos e incluso a veces rotos.

Tal vez la conversación más honrada entre unos clientes y un arquitecto podría ser esta:

-Buenas tardes. Queríamos hacernos una casa.

-Craso error. Van a pasar muy malos momentos, con mucha tensión. Van a discutir y probablemente salga lo peor de ustedes por culpa de un grifo monomando o de una carpintería basculante. Desistan.

-Vale, gracias. Ya nos vamos.

-Adiós.

Pero ni ellos quieren renunciar a su casa ni nosotros a nuestro trabajo y a nuestro sustento, así que nos mordemos la lengua para no ser cenizos ni sarcásticos y les atenemos lo mejor que podemos. Nos preguntan: ¿Las vigas de acero o de hormigón? ¿La fachada de ladrillo visto o revocada? La cubierta inclinada: Eso por supuesto. ¿Carpintería con rotura de puente térmico? ¿Aerotermia? Y así mil cosas. Siempre las mismas mil cosas. Quieren que se las expliquemos, pero para darles la razón en las decisiones que ya han tomado. Se las reforzamos, y cuando ya están más que aseguradas las cambian porque un amigo les dice… No es que no se fíen del arquitecto; no es que hagan más caso a cualquiera antes que al arquitecto; (bueno, sí); es que todo el mundo les habla, les explica sus experiencias, les cuenta sus casas poniéndolas como ejemplos diferentes y contradictorios.

Es una tortura. Hay que tomar cinco mil decisiones y en cada una de ellas hay al menos tres o cuatro alternativas. Y se tiene la imperiosa y perentoria necesidad de acertar en todas. No se pueden tolerar un solo error.

Curiosamente, incomprensiblemente, inexplicablemente, a veces sale bien.

Por:
Soy arquitecto desde 1985, y desde entonces vengo ejerciendo la profesión liberal. Arquitecto “con los pies en el suelo” y con mucha obra “normal” y “sensata” a sus espaldas. Además de la arquitectura me entusiasma la literatura. Acabo de publicar un libro, Necrotectónicas, que consta de veintitrés relatos sobre las muertes de veintitrés arquitectos ilustres.

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