Pieter Brueghel el Viejo, La Torre de Babel, 1563 (Fragmento). Dominio Público, vía Wikimedia Commons.
De lo romántico a la explotación.
Muchos de Los textos publicados durante la pandemia sobre el trabajo emplean sistemáticamente los términos ‘taller’, ‘neotaller’, ‘artesanado’ y, en general, una colección de conceptos que tienen su origen en la sociedad gremial del Antiguo Régimen.
La precarización del capitalismo-plataforma recurre con frecuencia a este modelo gremial, del que emplea una versión superficial en la que los términos y procesos se vacían de contenido con el único objeto de generar una narrativa que sirva a un modelo laboral del que se ha expulsado a los trabajadores, externalizándolos.
Así, se transmite la especie de que el gremio era una meritocracia pura y que el taller era una comunidad de personas libres, trabajando unidas.
La realidad es que el gremio acabó estando controlado por relaciones de poder, explotación y privilegio que se ejercían de forma descarnada, y que el taller estaba muy lejos de ser una comunidad de aprendizaje y era, fundamentalmente, un centro productivo que a través del par ‘trabajo por formación’ abría la puerta a una extensa —y endémica— casuística de abusos.
No es ajena la formación de los arquitectos al término ‘taller’. La experiencia de la Bauhaus permea aun hoy nuestro modelo educativo. Seamos en esto claros: las referencias de Gropius al taller y al gremio artesano son, en realidad, la visión romantizada de un individuo privilegiado sobre un modelo productivo y vital que no había experimentado y del que poseía una visión glamurizada y parcial.
Se produce aquí una dicotomía. Si bien el taller artesanal es, como modelo productivo, propenso a la explotación, al eliminar esa necesidad de mano de obra barata —apelando exclusivamente a lo formativo— la fórmula de aprender en proximidad y haciendo (aunque el hacer sea simulado) resulta imbatible.
La tentación, no obstante, de extender el taller más allá de lo educativo resultó, para los arquitectos, demasiado fuerte. Mientras los gremios decaían, sustituidos por empresas e industrias, los estudios de arquitectura sufrían una regresión a un modelo agotado siglos atrás. Lo que pudo ser inocente superficialidad para Gropius es, en el siglo XXI, una impostura cuyo único objeto es la explotación.
En 2020 nos hemos enfrentado a una reordenación de todo lo que dábamos por seguro. La recuperación de la docencia presencial (o semipresencial) de Proyectos ha sido uno de los principales objetivos de los docentes y alumnos de arquitectura. El método del taller ha resultado ser tan efectivo que cambiando los medios (proyecciones en vez de planos, tabletas gráficas, dibujos en cámara, etc.) y a pesar de las innegables disfunciones, el sistema sigue funcionando.
Sin embargo, —de nuevo la dualidad— mientras que el taller ha permitido mantener la enseñanza en circunstancias difíciles, su perversión empresarial ha llevado las cotas de explotación a límites desconocidos en los que se obliga a los trabajadores a encender las cámaras web para controlarlos o se les pone en ERTE para después obligarles a seguir trabajando.
Más allá del reaccionario “Esto siempre ha sido así”, siempre hay lugar para la evolución: El modelo del taller de proyectos es, en lo docente, sólido y mejorable. En ello estamos aplicados e implicados profesores y alumnos.
En lo laboral es, me temo, insalvable. Y lo viene siendo desde el siglo XVIII.