Propuesta de bosque urbano en la plaza del Hôtel de Ville, Paris. Fuente: Apur/Céline Orsingher, visto en
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Vayámonos al pasado, y observemos cómo veíamos el futuro. Encontramos las típicas imágenes de la ciencia ficción: metrópolis infinitas, vehículos voladores, robots por doquier, contaminación, hipercontrol, hiperactividad, caos, exclusión, pobreza… Ciudades industrializadas y tecnificadas, antiadherentes como el teflón a cualquier brizna de naturaleza, donde el abismo de la desigualdad no ha hecho sino agudizarse.
¿Ha logrado la Humanidad manifestar ese futuro tan largamente imaginado? Si observamos nuestro presente, aún no encontramos coches voladores ni accedemos a nuestras viviendas desde la ventana, pero sí que encontramos un mundo cada vez más acelerado y caótico, y la robotización de nuestra vida cotidiana comienza a ser tangible.
Sin embargo, hay un elemento-clave en el presente que no se tuvo en cuenta en aquellas visiones de futuro. Y este game changer no hay duda que es el damero de recuadros de colores que llamamos ODS, que va camino de convertirse en bandera universal.
La emergencia climática y ambiental -de la que forma parte la actual crisis pandémica iniciada en 2020, nos ha obligado a detenernos a reflexionar sobre qué futuro estamos construyendo, reprogramando la escala de valores dominante en un proceso que normalmente hubiera necesitado un siglo de historia. Porque seamos francos, por mucha lucha que llevemos acumulada después de décadas de frente ecologista, la realidad es que de no ser por el COVID-19 la gran mayoría de la gente seguiría creyendo que esto del cambio climático y la extinción de las especies no va con ella.
Si abrimos los ojos al presente, nos daremos cuenta de que hay otro futuro cocinándose, que poco tiene que ver con la idea de futuro tan enraizada en nuestra cultura. Veremos a las principales metrópolis compitiendo por ser “la más verde”, “la que tiene el rascacielos de madera más alto”, el «mercado de productos más locales«, y «el bosque urbano más extenso«. Y nos daremos cuenta de que el verdadero juego está en que la ciudad vuelva a ser un lugar atractivo, saludable y seguro para las personas. Y para eso, parece que la tendencia es que el mundo rural invada el reino del cemento.
Aunque sea paradójico puede que, después de todo, el éxodo rural que hoy sufren nuestros pueblos se convierta en un reclamo para el cambio en el estilo de vida que una creciente minoría anhelamos en la era de internet, el teletrabajo y la educación a distancia. Porque, para qué nos vamos a engañar, el contacto real con la tierra, con los sonidos de la naturaleza, la experiencia de la permacultura, el crecimiento sano de un árbol… son mucho más difíciles de experimentar en las anquilosadas ciudades que lejos de ellas.
“ El urbanismo moderno y contemporáneo siempre se ocupó de la ciudad y no del campo” nos recordaban Brijuni. ¿Y si el futuro fuera en realidad recuperar la vida slow, la conexión con la tierra, y la construcción de comunidades de cuidado y ayuda mutua? ¿Y si nuestra misión como arquitectos no fuera otra que dar forma a este futuro? ¿Y si… ?