Elegía para un colegio

(Ilustración: Saul Steinberg, The Museum, 1972, MOMA, litografía y gofrado)

El ejercicio libre de la arquitectura es de colegiación obligatoria. Hay que darse de alta en el colegio de arquitectos, cumplir los requisitos exigidos y pagar las cuotas.

Aunque los colegiados estamos cada día más hartos de eso, deberíamos recordar que la creación de los Colegios fue un logro que nuestros compañeros de otros países envidiaban. Los Colegios son entidades de derecho público y nos dan una autonomía y una dignidad que muy pronto echaremos de menos.

Porque, en efecto, la deriva apunta a su desaparición. Desde hace años, venimos asistiendo a su progresiva pérdida de sentido y de razón de ser, y muchos están contentísimos esperando que desaparezcan de una vez y nos libren de sus cuotas y exigencias inútiles. Ya lo lloraremos.

En estos momentos, estamos en un impasse difícil en el que aún no desaparecen pero ya han perdido el sentido que tuvieron y con el que fueron concebidos. Ahora mismo, se limitan casi exclusivamente al visado: lo único que les queda (y muy parcial respecto al de hace unos años). Según la actual legislación solo se han de visar obligatoriamente los proyectos de ejecución de los edificios y sus certificados finales de obra, y en tal procedimiento solo se puede comprobar la situación de habilitación y compatibilidad del firmante y si los documentos tienen nominalmente los componentes que han de tener, estén bien o mal redactados, con o sin disparates.

Los visados colegiales, por tanto, se han quedado sin valor urbanístico, normativo, etc.; pero, no obstante, siguen siendo arduos, hostiles y muy desagradables. Los arquitectos de control ya no tienen apenas nada que controlar, pero no por ello se relajan.

Una vez me denegaron un visado porque los planos estaban apaisados en vez de verticales. Otra porque en la descripción de la parcela no venía su referencia catastral. Otra porque del listado de unas quinientas disposiciones normativas (no exagero: un absurdo anexo de diez páginas a tipo 8 y con interlineado sencillo) había una derogada (seguro que había cien derogadas, pero el visador vio una). Otra porque no aportaba cuadro de coeficientes de participación para la división horizontal de unas viviendas (primera noticia de que eso le hiciera falta al colegio, que, por cierto, nunca antes me lo había pedido).

Para colmo, un reparo que me pusieron una vez, por una auténtica chorrada que se subsanaba en cinco minutos, fue a dos días del cierre del colegio por vacaciones. Mi cliente necesitaba el visado. La web del colegio -¡qué novedad!- se colgaba. Llamé por teléfono, me puse frenético, me dispuse a ir en persona y pedí que alguien me recibiera. Supliqué que no me volvieran a poner a la cola, sino que lo dieran por reparado al momento… Un desastre. Al final, lo visaron y llegué a tiempo para dárselo al cliente (que, obviamente, pensaba que había contratado al arquitecto más inútil del mundo) y en esos dos días envejecí unos cinco años.

Por eso, cuando los colegios cierren definitivamente vamos a hacer una fiesta. Pero, después, lo lamentaremos. Lo lamentaremos mucho. Os lo advierto ya.

Por:
Soy arquitecto desde 1985, y desde entonces vengo ejerciendo la profesión liberal. Arquitecto “con los pies en el suelo” y con mucha obra “normal” y “sensata” a sus espaldas. Además de la arquitectura me entusiasma la literatura. Acabo de publicar un libro, Necrotectónicas, que consta de veintitrés relatos sobre las muertes de veintitrés arquitectos ilustres.
  • Romy Pascual Gelpí - 7 enero, 2021, 14:45

    Magnífico artículo. Gracias.

    Romy Pascual Gelpí.

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