(Ilustración: Fotografía de la casa Fransworth, de Mies van der Rohe, por Zbigniew Bzdak, para el Chicago Tribune).
Hace unas semanas hemos visto esta fotografía y hemos vuelto a hablar (nunca dejamos de hacerlo) de que una de las joyas que más amamos, de uno de los arquitectos que más admiramos, se inunda a menudo con las crecidas del río a cuyas orillas está.
La casa se levanta un poco sobre el suelo para quedar a salvo ante las subidas de nivel, y casi siempre lo logra, pero algunas veces estas llegan más arriba de lo previsto y entran en el sacrosanto templo, anegando muebles, suelos, cortinas y alfombras.
En la fotografía vemos que el caudal descontrolado del río impide entrar y salir de la casa como no sea en barca, pero parece respetar su interior. No nos alarma eso (ya bajará), sino la cochambrosa cubierta. Esa sí que es imperdonable.
Mies van der Rohe libró una batalla enorme contra Platón y por momentos pareció ganar. El filósofo había dicho que cualquier cosa en este mundo real no es sino una pálida sombra de la idea, y que nos es imposible lograr algo palpable y concreto que tenga aquella perfección inalcanzable de nuestras intuiciones y de nuestros deseos. A esto respondió el arquitecto desafiando al filósofo, a los dioses y a la materia, y se propuso conseguir algo muy sencillo pero perfecto. Un mero paralelepípedo sin adornos ni retorcimientos, sin complejidades, sin exuberancias, pero irreprochable. Este planteamiento no tenía nada de modesto. Era todo lo contrario: una apuesta por ser más que un ser humano, más que un cuerpo de carne y hueso, más que un ente mortal. Era un ansia angelical y un desafío luciferino contra los dioses. (Ante esta soberbia, ¿qué podían importar las protestas de una cliente o de un constructor?)
Sin llegar a esos extremos obsesivos y sobrehumanos, quienes intentamos hacer arquitectura y quienes hablamos de ella nos engañamos a menudo pensando que esta puede lograr alguna vez un espacio limpio, una expresión pura y honrada. Vano esfuerzo; fracaso anunciado y anticipado siempre.
Ya se nos cayó el palo del sombrajo cuando se nos mostró la infausta y guarra bajante de este mismo templo, algo verdaderamente vergonzoso y sórdido; pero ahora, cuando vemos esa cubierta repugnante, llena de churretones que siguen las líneas de las vigas haciendo ronchas y chafarrinones, nos preguntamos si mereció la pena esa intentona o si fue todo una burda patraña, un estrepitoso hundimiento en la podredumbre y en el vituperio.
Entonces, ¿si la labor de este héroe descomunal cayó de esta manera tan grotesca en el desastre, qué será de nuestras pobres intentonas? Es evidente que todo está perdido de antemano y que pretender que la arquitectura tenga ese algo sublime es un error. Más bien deberíamos ser conscientes (yo creo que casi todos lo somos) de que lo más alto a lo que podemos aspirar es a trabajar honradamente, a hacer obras imperfectas pero que en esa imperfección suya nos ayuden a vivir a gusto, y a saber con toda certeza que tanto ellas como nosotros estamos llamados a la cruel entropía, a la imperfección, a la derrota, a la muerte y al olvido, sí, por supuesto, pero también a la felicidad cotidiana (o al menos al consuelo) de la trivialidad.