Fotograma de la película “Picnic” (1955), con Kim Novak y el cuestionado experimento publicitario de James Vicary.
Un viejo dicho castellano afirma que soplar y sorber no puede ser 1. Otras dos actividades que nunca deberían simultanearse son comer y ver una buena película. Los efectos de ello no solo son perjudiciales cinematográfica y gastronómicamente, sino que también pueden serlo gástricamente. Pero, a pesar de ello, existen cosas como los Dine-In-Theatres.
El germen de esta aberración procedente, como no podía ser de otra manera, de los Estados Unidos, se encuentra en algo tan sencillo como un grano de maíz. Alguien, posiblemente hace más de 5.000 años, descubrió que simplemente aplicando calor podía transformarse ese aburrido almidón en algo diferente, en formas mucho más atractivas y aptas para el consumo humano masivo. Nacieron así las hoy omnipresentes y estrechamente vinculadas al cine palomitas de maíz.
Esta unión no fue sin embargo inmediata. Las palomitas eran en los Estados Unidos un producto asociado fundamentalmente a ciertos espectáculos como el circo o los combates de boxeo, considerados estrictamente de ocio y que podían asumir la suciedad, el olor y particularmente el ruido inherentemente asociados a este producto, y no a algo como el cine que aspiraba a tener un estatus propio dentro de las artes. El único lugar en el que el consumo de palomitas era compatible con el disfrute de una película era el interior de un coche en un Drive-In-Theatre.
Sin embargo, poco a poco los cines tradicionales fueron sucumbiendo al encanto, sobre todo económico, de este aperitivo que en los años cincuenta comenzó a dejar de ser un mero complemento que acompañaba el visionado de la película para convertirse en el principal objeto de venta dentro de los teatros. En pocos años el consumo de palomitas durante las proyecciones pasó de estar prohibido a ser promovido como un mecanismo destinado a salvar un sector en crisis, condenando en ocasiones a las películas a ser una mera excusa para la ingesta de los atractivos pero poco saludables productos ofrecidos por unos bares que, presididos por la inefable máquina de Cretors 2, ocupaban ya un lugar privilegiado en los vestíbulos de los teatros. Unos vestíbulos a los que se animaba a acudir con trailers específicos como el clásico “Let’s All Go to the Lobby” 3 o de forma más agresiva mediante cuestionados experimentos como el de James Vicary, con los que la experiencia cinematográfica, y también su pretensión de ser considerada como una forma de arte seria y respetable, quedaba irremediablemente devaluada.
Debo reconocer que, a pesar de todo, no me disgustan las palomitas. Me parecen sabrosas, divertidas e incluso de vez en cuando las consumo mientras visiono cualquier olvidable taquillazo. De hecho, hace poco me han regalado un novedoso modelo de máquina palomitera. Me han dicho que este no está destinado a revolucionar el cine sino otro sector que atraviesa su propia crisis de identidad: la arquitectura. Yo, conociendo la experiencia previa, no termino de tener claro que sea para dar paso a algo mejor. Solo espero que sus productos no sean tan indigestos.
Mi nueva popcorn maker. La he llamado Patrik.
Una delicia de post. Te sabe a una cosa, te suelta un malévolo giro en el postre, y cuando te lo vuelves a comer sabe completamente distinto.
Gracias, Jorge. Estás invitado a unas palomitas de mi nueva máquina.
Jajajaja, qué grande eres, Carlos. Desde el segundo párrafo llevo pensando dónde querrías llevarnos, pero no imaginaba el desenlace y que (sin ánimo de descalificar, sino al contrario) lo mejor del post es lo que no has escrito, pero está.
Gracias, Carlos. Me alegra que te haya gustado la parte que no he escrito porque eso significa que, de algún modo, también has participado en la construcción del texto.