fotografía aportada por la autora Zaida Muxí
Estamos saliendo del confinamiento, parece que ha salido bien, que hemos controlado el virus, aunque no sin grandes costos, aun por valorar fehacientemente, costos en vidas humanas, en saludes, economías y afectos resquebrajados. Durante estos días, meses, ha habido y, aun, hay cantidades de conferencias y charlas (o webinars, palabro feo) buscando soluciones o palabras de gurus.
¿Hay problemas verdaderamente nuevos, diferentes? ¿hay soluciones igualmente nuevas y desconocidas?
La respuesta, para mí, es no. Lo que esta pandemia ha dejado es a una civilización neoliberal, patriarcal, machista, extractivista y, por ende, injusta al desnudo. Las desigualdades se han hecho más visibles y evidentes, y desgraciadamente pueden aumentarse, al menos que como civilización este hito nos sirva para la inflexión de nuestra trayectoria, y comencemos finalmente el cambio de rumbo que ya nos era requerido por los grupos defensores de derechos humanos y ambientales (no sé si esta división tiene sentido, ya que la falta de ambos deriva del mismo modelo ya descrito).
La solución no es la casita suburbana, la de la salvación individual y del consumo sin fin, ya que ésta nos está llevando al colapso ecológico planetario, que esta vez ha sido señalado por el virus, pero también por el evidente calentamiento global que nos ha dejado el mes de mayo más caluroso nunca reseñado.
Las soluciones serán basadas en territorios en redes complejas, recuperando las producciones locales variadas, -desde las agrícolas justas y ecológicas hasta la producción de productos cotidianos de forma sostenible- siendo necesario abandonar el dogma del crecimiento continuo e infinito porque es falso.
Las ciudades reconformándose en microcentralidades de la proximidad cotidiana, fomentarían vidas más tranquilas y saludables, más justas y equitativas, si nuestra vida no se desperdicia en infinitos traslados que redundan en el mal aire que respiramos y en la falta de tiempo que nos aqueja.
Antes que reflexionar sobre o criticar el diseño de las viviendas, aunque sea necesario, es imprescindible que cambie su estatus de mercancía a derecho. Evidentemente sabemos hacer viviendas que cumplan y satisfagan las necesidades de las personas en sus diferentes etapas de vida; que sean igualitarias, sin jerarquías, y que sean sostenibles. Pero cuando su producción solo responde al negocio, cuando no es un derecho; cuando es para “quien se la pueda pagar” es difícil llegar a soluciones reales que no dejen nadie afuera.
Aun así, no faltan los ejemplos de buenas políticas urbanas y de vivienda, ¡si, van juntas!; políticas públicas con compromiso social y de ciudadanía, políticas con fuerte componente de estructuras bottom-up. No en vano las mejores experiencias de resistencia social (económica, comunitaria y de salud) durante la pandemia han tenido su base en estructuras comunitarias cohesionadas, desde los barrios mixtos y variados que han permitido tanto en anteriores crisis como en esta la autoorganización, hasta los espacios residenciales co-organizados más recientes en nuestro entorno y que tienen genealogía de la cual beber de ejemplo.
Entonces ¿cómo seguimos? ¿Volvemos a la llamada normalidad previa? No, porque en ella reside gran parte del problema.