Banksy, Brooklyn, New York, 2018.
En las últimas semanas -meses y años- hemos presenciado una intensa actividad en las calles y plazas de diferentes ciudades: Hong Kong, Santiago de Chile, Barcelona, Belgrado. Las razones son diferentes, algunas manifestaciones son multitudinarias y pacíficas, y otras acaban en violencia y destrucción del mobiliario urbano. El espacio público es el único lugar que pueda acoger la crítica colectiva y manifestaciones públicas del malestar. Espacio donde se revelan diferentes conflictos derivados esencialmente: conflictos políticos, económicos, raciales, culturales, o de género. En casos extremos, en el espacio público se ha dado lugar a atentados con víctimas mortales.
La visión idealizada del espacio público destinado a la interacción social, donde la gente pasea, consume y se relaja, es distorsionada continuamente por las imágenes de los sin techo, de los vendedores ambulantes, cámaras y agentes de seguridad. Todos ellos son también el testimonio de diferentes conflictos de la modernidad, a veces más violentos, de baja intensidad pero de largo recorrido, que las manifestaciones ruidosas y masivas. La creciente regulación del espacio público, materializada en el aumento de los sistemas de vigilancia, normas de civismo y las consecuentes multas, certifican la privatización del espacio público, consecuencia, según Richard Sennett 1 de la parcial pérdida de su significado en la sociedad actual. Algunos de estos métodos de control se acercan incluso a las distopías totalitarias 2 y crean buenos o malos ciudadanos, obedientes o transgresores.
El declive de la actividad pública, el creciente ensimismamiento fomentado por las tecnologías de comunicación y redes sociales, amenazan a convertir al espacio público en el espacio de mera circulación –sin encontrarse y sin quedarse-, de exposición –sin interactuar- o de intercambio unilateral. A menudo el carácter público de espacios cerrados como centros comerciales, pasajes o mercados se funde con el espacio público de las calles y plazas colindantes, en una operación que les imprime el carácter dominantemente privado y comercial. La peatonalización de los centros históricos aparte de sus evidentes beneficios 3 da pie a su comercialización que inevitablemente marginaliza a una parte de ciudadanía. Frecuentemente, los intereses económicos y especulativos se anteponen a las necesidades básicas. Estos procesos dan a pensar que el espacio público es cada vez menos percibido como un bien de todos, como un espacio a cuidar, cuya calidad revierte en la calidad de la vida urbana.
El futuro de nuestras ciudades requeriría repensar el espacio público y entender que los conflictos sociales expresados en las plazas se tendrían que resolver e idealmente prevenir colectivamente en otros espacios de negociación y decisión. El espacio público tendría que acoger a la diversidad de las necesidades, ser un lugar seguro y significativo con el cual la ciudadanía se pueda identificar y que a su vez represente la calidad cívica y democrática de la sociedad contemporánea 4.